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Cuaderno de viaje: canción de un cielo viejo

Crónica de una visita al Mirador de los Andes, a 4.910 metros sobre el nivel del mar.

Desde el vestíbulo del hotelito miraflorino parece que el resplandor naranja de la noche, el amplio bicherío salido del mar, los faroles de la placita y los perros que los mean, la música de los barrancos, las lluvias espumosas y los terremotos de Arequipa salen de esa línea que alumbra el cielo, entre la cima del volcán y las estrellas.

El reflejo de un fuego blanco en los ventanales es el aviso de que llegó la combi. Salimos a saltos de cabra porque ya pesa la llovizna y nos metemos de cabeza al módulo lunar que nos va a llevar al Mirador de los Andes. Mi compañera, a la que llamaremos “Lucifer”, se ubica en la zona posterior; a mí me toca ir al lado de Miguelito, el maquinista.

El viejo tiene manos de fogonero, es sabedor de muchas historias sobre el cóndor y, sin dudas, es brujo. Como cualquier mortal, tiene sus alas, su medallón y una humanidad hecha de recuerdos. Debe andar por los 60 y habla muy tropezado; parece cansado del camino.

Lo acompaña un tipo con supuestas artes de animador que hace su mejor esfuerzo por romper el hielo, pero abandona a las pocas cuadras. A las 3 de la mañana la mayoría de la gente es incapaz de reírse si no tiene algo en las tripas.

A media hora de viaje, el barquero conduce un concierto de ronquidos en una oscuridad húmeda. Trato de mantenerme despierto, pero rapidito empiezo a cabecear. Lo último que veo es el cañaveral plateado, unas colmenas y las coronas de las palmeras que les rascan la panza a las nubes. Si no fuera un sueño este lugar, uno podría pensar en quedarse a vivir.

La sombra y el lucero

Lucifer no puede dormir, está abismada. Ve el foso de los desfiladeros, los vapores de los géiseres ocultos y piensa en el ruido que hace un quinto piso cuando se desploma. Algo de razón tiene: Miguel se dedicó casi toda su vida a llevar trabajadores a las minas, el recorrido largaba a la 1 en Arequipa y terminaba a las 17 en las serranías de Ayacucho, y más de una vez vio camionetas que volaban a la sima del precipicio.

“A veces sueño que voy dormido en una de esas combis”, dice, y se traga en seco el dolor porque sabe que es muy común en estas tierras que la gente no quiera irse ni siquiera muerta. Ahí está ese túnel, cerca de Pinchollo, donde la gente recomienda no andar de noche. “Sesenta personas se murieron trabajando en ese lugar, hay almas por todos lados”, jura el viejo. Una comparsa fantasma bailando por un trago amarillo del chimbango o el sancayo.

Se escucha la música de la alborada. A las 7 hay luz de día en los bosques de piedra del lado izquierdo de la ruta, pero en la paramera del lado derecho todavía es de noche. La pampa árida se hunde en pozas de agua con destellos metálicos adonde van a beber las alpacas y las vicuñas salvajes, y el espacio entero muda de alma atravesado por el viento andino.

Vemos los faldeos de las montañas que brillan con la vertiente y las cuestas doradas de los cerros, pero de un minuto al otro aparecen unas cumbres nevadas que anuncian el camino de los volcanes, los “apus”, las divinidades del Valle del Colca. Nos acercamos al hueso blanco de la luna andina; ahora sólo se ven las cejas de los picos, los tragaderos ciegos y los nódulos de agua acerada a sus pies, que parecen pistas de amerizaje.

En casa de las amautas

A las 8, la nave aterriza a unos 4.910 metros sobre el nivel del mar. Llegamos al Mirador de los Andes, en Patapampa. Cuando Miguelito abre la escotilla nos cae un meteorito en los pulmones y la presión aplasta el ambiente con un caracoleo sordo. El mundo está en un plano inclinado, Lucifer agacha la cabeza y sale despedida hacia los escalones de un atalaya de piedra y madera, que parece hundirse cuando sube. Me cuesta darme cuenta si va en picada o si flota en el silencio.

La sigo y veo que frente a la plataforma se abre un yermo nevado que esconde el tolar andino, las vizcacheras y las miles de apachetas que apuntan al universo. Un frío de cuchilla afila el cuero de la Cordillera y explica el resplandor de los macizos y peñascos blancos, que le regalaron un nombre a la ciudad.

Tres mujeres hilanderas arman sus puestos de frontera lunar. Con las manos ensortijadas en el amor de sus telares, se abrazan cada día a la borrasca y le sueltan a la tierra el trago más dulce del pisco acholado que les calienta las horas. Ellas guardan el recuerdo de una ausencia, mascan coca y prenden las hojitas en las raíces de las rocas para agradecer el recuerdo –y la promesa– de tiempos de un encuentro más amable entre el bicho humano y la Pacha.

Frente a la terraza se desnudan los andes centrales y los volcanes cuelgan de las nubes. Se ven las barbas del Misti, la montaña tutelar arequipeña que dio el sillar con el que construyeron las arcadas y los portales; el Chachani, que significa “valeroso” en aimara; las fumarolas del Sabancaya, y el Ampato, donde en 1995 el arqueólogo Johan Reinhard y el andinista Miguel Zárate encontraron el cuerpo congelado de una niña inca, llena de resplandores, ofrecida entre 1440-1450 en ese nimbo. La llamaron “Juanita”.

Miguelito nos llama porque hay que seguir camino; ya no quedan más astronautas en el cordón de cielo. Volvemos con pasos pesados a la combi y nos quedamos viendo a las tres tejedoras selenitas, envueltas en una soledad de ultramar. Parecen las últimas personas sobre el planeta, pero también podrían ser las primeras de otro mundo. Si les preguntan, ellas contestan que es el sacrificio de vivir tan cerca del Sol.