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Crónica de una procesión al Ganges

Cómo y por qué arden los cuerpos en India. Un paseo por los enigmáticos ritos y ceremonias de Varanasi.

En medio de un callejón de Varanasi, camino al templo Vishwanath, un golpe de incienso y cantos indios me distrae. Entre empujones, un grupo de hombres pasa dando zancadas y sosteniendo sobre sus hombros una camilla improvisada con palos y cuero. Sobre ella, se advierte una montaña de telas amarillas y fucsias, bordadas con dedicación y adornadas con apliques brillantes. El espectáculo es realmente alucinante: más de veinte personas avanzan con destreza y velocidad entre la gente, mientras corean una melodía que bien suena a despedida.

Bajo las telas se dibuja una delicada silueta. Entonces lo entiendo: se dirigen al Ganges. Ante la insoportable curiosidad, me dejo arrastrar por una desordenada caravana desde el corazón de Varanasi hacia la salida al río.

En aquellos interminables y estrechos callejones, cientos de mendigos y mujeres musulmanas e indias envueltas en coloridas mantas se mezclan con vendedores de frutas, verduras, estatuas de acero y flores para la buena suerte. Mientras tanto, otros ofrecen a los gritos chapatis y té desde sus puestitos, al tiempo que palmean suavemente a las vacas para que se corran del camino. Allí mismo, decenas de ancianos yacen en el piso, sin más. El escenario de todo esto: la más brutal pobreza.

Tras varios minutos de caminata y codazos, percibo que la intensidad de los cantos aumenta: finalmente nos acercamos al callejón que conduce al impresionante Manikrnika, el crematorio.

El mar de gente se escurre con rapidez al llegar al ghat –escaleras abajo que conducen al río– donde asoma el Ganges, imperturbable. Aquellos que encabezan la ceremonia, morenos y ensimismados en cantos, se arrodillan a los pies del río sagrado y con cuidado de madre sumergen el delicado cuerpo en sus aguas. De a poco, quitan las capas de tela que lo rodean hasta dejar una sola de color rojo. Por el color de la seda y por el lugar donde abandonan el cuerpo supe que se trataba de una mujer, joven y pobre. En India, hasta la muerte entiende de género y clases sociales.

Mientras tanto, algunos colaboradores comienzan a encender el fuego que la acercará a Shiva, dios de la destrucción.

Un lugareño de ojos calmos, ropa ajada y devoción inquebrantable me explica, entre pitadas de cigarro, que no utilizan combustible para encender la hoguera. “No es necesario”, dice, manteniéndome fija la mirada. “El fuego de Shiva todo lo enciende. Nuestro cuerpo le pertenece”.

El ritmo

Unos 200 cuerpos, traídos en tren desde diferentes puntos del país, son incinerados cada día a orillas del Ganges. Los que cuentan con dinero podrán quemar a sus familiares en la zona alta del crematorio; los demás, en los fuegos intermedios o en el suelo. El lugar donde arde el cuerpo y el color de la seda que lo rodea hablan del género y de la posición social que ocupó a lo largo de su vida. Las excepciones a esta regla son las mujeres embarazadas, los niños, los leprosos, aquellos que mueren por picadura de cobra y los considerados santos. Todos ellos son trasladados en balsa río adentro, donde son arrojados. Los argumentos al respecto varían.

Varanasi encierra el espíritu de un pueblo que se alimenta de divinidades. Por ser una de las ciudades donde el dios Brahma descansó, fue históricamente considerada sagrada. Además, el pueblo indio cree con todas sus fuerzas que las contaminadas aguas del río que rodea la ciudad son capaces de terminar para siempre con el eterno karma de la reencarnación. Algo que a los ojos de los occidentales resulta curioso, pues ¿quién de nosotros no querría volver a nacer?

Sea como sea, esta suposición invita a millones de personas a acercase a las puertas de la ciudad y sumergirse en la corriente de Maa Ganga, diosa del Ganges.

Por estas arraigadas creencias y por otras tantas, no sorprende que los días aquí se muevan al compás acelerado de las ceremonias religiosas.

La ciudad entera se enciende al amanecer para participar del primer rito sagrado a orillas del río, dirigido por yoguis envueltos en túnicas naranjas, de cara pintada y rastas recogidas. Cantos, cientos de velas, antorchas y ofrecimientos de todo tipo se ponen en escena cual obra de teatro, dejando sin aliento a cualquier forastero. Con la caída del sol, sucede lo mismo. Ambas ceremonias son seguidas por un baño en las aguas sagradas del Ganges, pues eso es lo que en definitiva termina de limpiar el alma.

Como si estos no fueran compromisos suficientes, cada mediodía, pobres, ricos, perfumados y hambrientos peregrinan al centro de la ciudad para ofrendar a sus dioses aquello que tengan en sus casas. Arroz, flores, cacharritos con sopa, frutas, collares de sándalo, plegarias y agradecimientos son abandonados en las puertas del Templo Dorado, tras eternas horas de cola.

La fuerza de Shiva somete y empapa todos y cada uno de los rincones de la ciudad; desde las polvorientas casas hasta el fondo del Ganges, sin mezquindad.

Un muchacho del lugar me aseguró que, si te parás en el corazón del Templo Marrón, podes sentir el calor de su fuego en la planta de los pies.

Quizás por eso andan descalzos de aquí para allá: necesitan saber que Shiva los observa.