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Chiloé, la tierra de los chilotes

Muchas veces, para referirnos a un chileno, decimos chilote; un error, ya que ese es el gentilicio de los habitantes de Chiloé / La segunda isla más grande de Sudamérica, después de Tierra del Fuego, guarda tesoros a descubrir en un viaje a las raíces de esa región.

El viaje apuntaba a ser novedoso, si no extraño, porque a partir de los nombres que se presentaban en el programa, no era lo más común. Chiloé, Chile, un archipiélago conformado por alrededor de 44 islas y la cifra no es precisa porque algunas de ellas aparecen y desaparecen según los caprichos de las mareas.

De todas ellas, la isla Grande de Chiloé es la segunda más extensa de Sudamérica, ya que la primera es Tierra del Fuego.

El archipiélago pertenece a la provincia del mismo nombre, Chiloé, en la región de los lagos, y cuenta con 10 comunas. Y aquí viene lo de los nombres con extraños sonidos y evidente raigambre aborigen: Ancud, Dalcahue, Chonchi, Queilén, Quemchi, Quinchao, Curaco de Vélez, Puqueldón, Quellón y Castro, la capital, la única que no haría falta anotar para no olvidar su nombre.

No es fácil llegar, pero el viaje bien vale la pena, como se podrá ver más adelante. El periplo comienza en el aeropuerto Ingeniero Taravella, de Córdoba, desde donde LAN lo deposita en Santiago de Chile. Desde allí, se continúa vuelo hacia Puerto Montt.

Una vez arribado, un vehículo lo transporta hasta el embarcadero de los ferry que cruzan de manera permanente hasta la isla de Chiloé. Esta parte del viaje también tiene su encanto, sobre todo para los mediterráneos que no estamos acostumbrados a estas raras combinaciones de aire, tierra y mar.

En total, el viaje desde Puerto Montt hasta el hotel, cerca de Castro, en la bahía Refugio, dura alrededor de 2.45 / 3 horas.

El arribo se produce cuando la noche ya se ha hecho presente, por lo que no es posible divisar en detalles el paisaje circundante. Mejor, para que al despertar las primeras visiones le ganen por goleada al jet lag o al cansancio del viaje.

El ingreso al hotel, que merece un relato distinto más adelante, permite ir “palpitando” lo que será la estadía. Una cena frugal, una copa de buen vino y a descansar.

Una recomendación: la cortina de la ventana de la habitación seguramente estará cerrada; ábrala, del todo y déjela así.

El despertar es apoteósico: el sol levantándose por la izquierda de la ventana ilumina un prado verde, en el que retozan y pastan ocho hermosos caballos, junto a la lengua de mar que ingresa en la bahía y allá, al fondo, como telón, las cumbres de la cordillera, algunas nevadas.

¿Qué es una postal? Sí, claro que lo es, pero para nada exagerada. Es lo que podrá ver cuando abra los ojos y mire por la ventana, sin levantarse de la cama; ahí, remoloneando entre las sábanas. Y entonces descubrirá lo que decíamos: ¡la “pucha” que vale la pena el viaje!

En las mansas aguas de la bahía, que parecen una pileta sin bañistas ni nadadores, descansa un barco, de colores vivos. Es el Williche, que pertenece al hotel Tierra Chiloé y en el que haremos una de las excursiones, quizá, la más recomendable.

Luego de una ducha reparadora, bajar a desayunar es otra experiencia mística: los panes, los jugos, las mermeladas, los omelette, las frutas, el café… y el comedor con vista a otro prado, un bosque y unas colinas. Aunque no den ganas de salir de ahí, hay que hacer el esfuerzo porque será recompensado.

Actividades

El personal del hotel lo pondrá en contacto con los guías y ellos le armarán el programa, según su gusto y deseos. Hay para elegir. Una opción es comenzar conociendo los alrededores del hotel, ya sea en bicicleta o a caballo, por los sectores de Pullao y sus humedales –uno de los 10 existentes en Chiloé–, San José y Quilquico. Este paseo también se puede hacer a pie.

Otra alternativa es un city tour a Castro, la capital de Chiloé, para conocer su patrimonio histórico y cultural. Aquí vale la aclaración: no pocas veces, al referirnos a algún habitante trasandino, decimos “chilote”. Pues sepa que no está refiriendo a un chileno, sino a un habitante de Chiloé; ellos son los chilotes.

Pero si hay una foto, una postal, una pintura, que distinguen a Chiloé y en particular a Castro, son los palafitos, viviendas de madera construidas sobre pilotes, generalmente en la costa. Y si decimos generalmente en la costa, es porque llama la atención justamente que haya palafitos en las zonas altas de la ciudad, lejos del mar.

La explicación es sencilla: se trata de una zona donde llueven alrededor de 300 milímetros al año, además de la cercanía del mar, por lo tanto, hay mucha humedad en los suelos. Ese tipo de construcción permite aislar la casa del terreno y la ventilación por debajo, lo cual la preserva de la humedad.

Otra característica de esas casas palafito son sus colores vivos: naranjas, amarillos, azules, rojos, verdes, una completa paleta de colores. También tiene su explicación, aunque no científica, aclaremos: dicen que los inviernos son tan grises y bucólicos por allí que pintan las casas de colores para luchar contra la depresión. Válido, si es así.

Hay dos distritos especiales para admirar los palafitos: el de Pedro Aguirre Cerda y el de Gamboa. En este último, sobre la calle Riquelme, que corre paralela a la línea costera, se recomienda visitar Palafito 1326, un espectacular hotel boutique de 12 habitaciones.

Luego de fotografiar los palafitos, si es con suerte con marea alta, o sea, con el agua debajo de las casas costeras, la otra visita para hacer en Castro es a su mercado Yumbel, un ecléctico centro de compras donde conseguirá, desde mariscos y pescados recién extraídos del mar, hasta ropa y chucherías de todo tipo, pasando por artesanías locales de excelente factura en tejidos, cestería y maderas y hasta papas chilotas (de las que dicen que hay 300 variedades) y ajos gigantes.

* Especial