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Chile: por la ruta de “los 33”

De ronda por Atacama, un imponderable puso en el camino a la tristemente célebre mina San José. Y allá fuimos, a ver qué quedó del rescate más publicitado de la era mediática.

Las vacaciones son ese estado ideal en el que los inconvenientes se toman con buen humor y hasta se convierten en oportunidades. Lo confirmamos el verano pasado, cuando recorríamos el norte de Chile y una piedra nos reventó la ventanilla del auto.

Superado el susto, el incidente puso en la hoja de ruta a Copiapó, ciudad que hasta ese momento solamente habíamos apuntado como una referencia próxima al “Caribe chileno”, como llaman los folletos turísticos a la postal de arenas blancas y aguas celestes que regala Chile a esa altura del mapa. Sinceramente, desconfío que sea una buena estrategia publicitaria para el mar de Atacama, que tiene una corona de rocas y salpica espuma por el aire. Es verdad que luce de color turquesa, pero es irremediablemente helado. Es vigorizante, es el mejor remedio para la fiebre del desierto, es como un cielo en movimiento. Es un paraíso sin comparación posible. Eso deberían promocionar.

Lo cierto es que dejamos por un rato el horizonte infinito del puerto de Caldera para tomar la autopista a Copiapó, ciudad industrial que te recibe con una avenida llena de casas de repuestos para autos y, por suerte para nosotros, de parabrisas de todas las marcas y modelos posibles.

Fue sólo preguntar y esperar un par de horas para la colocación. Y fue justamente en esa parada que el vendedor mencionó la mina San José y se nos prendió la curiosidad. Deformación profesional, periodistas al fin, no nos hubiéramos perdonado estar a una hora del lugar donde en agosto de 2010 la tierra se tragó a los 33 mineros, y pasar de largo. Pedimos un mapa, unas indicaciones rápidas y partimos.

Un mundo bajo los pies

De Copiapó a la mina San José hay un desierto de 60 kilómetros, los mismos que en esos días de crisis surcaban a toda hora socorristas, autoridades, medios de comunicación, médicos, funcionarios y familiares.

Ahora el desierto es literal. Nadie anda a la siesta por ese mar de dunas que crece a ambos lados del camino. Cada curva inventa un paisaje nuevo donde todo es bello pero yermo, incompatible con la vida.

No hay huellas de la mano del hombre en esa inmensidad, salvo pequeños carteles que anuncian desvíos a distintos yacimientos. Mina Bellavista, mina Carmen, mina Galleguillo, mina Adrianita. Vamos solos por el desierto pero hay un mundo que late bajo nuestros pies.

Cada tanto aparecen pequeñas grutas y altares con cruces en la banquina. Algo no salió bien. Alguien procura que no se olvide.

El anfitrión

No fue una entrevista, ni siquiera se planteó como una nota. Fue apenas una conversación, pero todavía recuerdo cómo miraban esos ojos negros. Parecían perforar el aire.

Jorge Galleguillos es uno de “los 33” y nunca dejó de ir a la mina San José, donde ahora hay un centro de interpretación que funciona en lo alto en unos contenedores blancos y él es una especie de anfitrión.

Desde allí señala un par de referencias entre las dunas y dice que tiene muchos planes educativos para refundar el lugar, que luce desprovisto y hasta olvidado. Se parece más a un circo en retirada donde apenas quedaron las marcas del esplendor.

En realidad, el premio para la travesía es pisar ese lugar remoto que tuvo al mundo en vilo durante 70 días y 70 noches. Recordar la vigilia del Campamento Esperanza que montaron los familiares, donde ahora hay un monolito blanco de cinco metros. Cerca de allí flamean al viento 33 banderas. También hay una emotiva colección de fotos y un documental que se proyecta sin fin. El dato miserable: la cápsula Fénix usada para el rescate está tapada con unas chapas y así permanecerá hasta que se resuelva el juicio por la propiedad intelectual del proverbial invento.

Las agencias de turismo te llevan a la mina por 20 dólares. Los que vamos en auto anotamos nuestros nombres en un libro y dejamos una colaboración a voluntad.

No hay mucha gente de visita, pero los que llegan reconocen al minero y lo saludan. Galleguillos responde con amabilidad y sus ojos negros se clavan en algún lado. Pasó más de dos meses hundido a 700 metros del suelo y está de nuevo en la mina. Parece acostumbrado a provocar asombro.