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Campari, cine y una alfombra roja en Milán

La presentación oficial de Red diaries reunía todos los condimentos de esos eventos chic que vemos por televisión.

El domingo pasado, mientras veía la alfombra roja de los Oscar, pensaba en la utilidad de ese momento que antecede a la ceremonia central, un preludio que sirve para comunicar varias cosas: quiénes son las celebridades que decidieron ir, qué marca las viste con mayor o menor sentido de la elegancia, con cuánta seguridad caminan hacia ese salón vedado a los mortales, cómo posan para las fotografías –o qué movimiento canchero hacen para algún boomerang–, qué declaran a los micrófonos.

En eso estaba, viendo desfilar vestidos largos y tuxedos, cuando recordé que hace poco tuve la oportunidad de vivir en persona un evento así. Fue a fines de enero en Milán, en la presentación oficial de Red diaries, una acción global de Campari que se realiza desde hace algunos años y que incluye embajadores de la marca y un corto cinematográfico dirigido por un director de renombre y protagonizado por alguna estrella de Hollywood.

La fiesta presentaba todos los condimentos de esos eventos chic que vemos por televisión: una ambientación glamorosa y a la vez sobria, chicas y chicos esbeltos que orientaban a los invitados, famosos, prensa de todo el mundo, mozos con bandejas plateadas y flashes por doquier. Y en el ingreso, por supuesto, una red carpet hecha y derecha, que atravesamos luego de hacerle frente al frío despiadado de las noches italianas de comienzos de año.

Desde chicos nos educan para poner en relieve nuestro destino y recordarnos que, no importa quiénes seamos, siempre hay alguien que la pasa peor o mejor que nosotros. Alguna vez lloramos porque quisimos un juguete y nuestros padres no podían comprarlo, entonces aprendimos que la verdadera carencia era la de esos miles de niños que no tenían la suerte de vivir bajo un techo y tener un plato de comida caliente. Alguna vez, ya de más grandes, nos sentimos plenamente realizados –en el amor, en nuestro oficio, en nuestra suerte– y sólo bastaba con ponernos apenas existencialistas para comprender que en ese instante alguien era más feliz que nosotros, que –peor todavía– la felicidad es algo fugaz y que el mundo es un lugar incierto.

Esa alfombra roja me arrancó de inmediato la costumbre de relativizar todo. Por unos segundos, estuve convencido de que era el hombre peor vestido del mundo. Estaba en un evento en una de las capitales mundiales de la moda, frente a camisas que combinaban con las dentaduras y mujeres que parecían haber nacido para usar lo que llevaban puesto. A pedido mío, un influencer me mostró sus zapatos: eran de color rubí y tenían unas tachas plateadas que los hacían brillar, como una bola de espejos móvil.

En otro contexto festivo (un casamiento, pongamos por caso), yo luciría digno, con una etiqueta tradicional (saco y corbata, zapatos negros recién lustrados), pero me sentía incómodo en sentido físico y espiritual. Sin embargo, apenas un rato después, caí en la cuenta de que ya no tendría de qué preocuparme. Mi estatura promedio y la falta de estridencias en la indumentaria me volvían prácticamente invisible a los ojos del resto de los invitados. Eso me alivió y me permitió disfrutar de la fiesta.

Me sentí muy cómodo, a decir verdad. El equipo de anfitriones te hacía sentir bien apenas cruzado el ingreso y también observé, en esos primeros minutos, que algunas costumbres se repiten en todo el mundo: cuando los mozos aparecían con copas o bocaditos, no alcanzaban a hacer unos metros que ya eran acorralados por los más atentos al catering (periodistas en su gran mayoría, hay que decirlo: una extraña forma de sentirme en casa). Como el italiano no es mi fuerte, me limité a tomar algunas notas, charlar con mis amigos de viaje y soltar un poco el cuerpo al ritmo de la música que programaba el DJ. Mi objetivo de pasar inadvertido iba de maravillas.

En un momento, mientras veía bailar animadamente a un amigo en la zona central de la pista, quise acercarme hacia allá y sin querer empujé ligeramente a un hombre que estaba de espaldas a mí. “Scusami”, le dije en mi rudimentario lenguaje, pero el caballero interpretó mis disculpas como una intención sutil de sumarme a la charla que en ese momento estaba teniendo con el director Stefano Sollima y con Zoe Saldaña, la bella protagonista del corto que habíamos visto minutos antes en pantalla gigante (y que también actuó en Avatar y en Star Trek, nada menos).

Y por un rato que tal vez fueron segundos, ya no lo recuerdo bien, escuché a Zoe hablar maravillas de Milán y de su gastronomía, mientras todos los que la rodeábamos asentíamos con la cabeza. Sé que, si en ese instante sacaba mi teléfono y le pedía una foto, además de recibirme de cholulo con honores, hubiera vuelto a ser visible y la magia terminaría, como la carroza del cuento infantil al llegar la medianoche.