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Berlín después del muro

Mítica casa “ocupa”: Tacheles. Oranienburger Straße, Berlín Este.
Mítica casa “ocupa”: Tacheles. Oranienburger Straße, Berlín Este.

Esta mañana la capital está cubierta de grúas, espacios ergonómicos, no man's land (tierra de nadie), avenidas stalinianas, el vértigo de los rascacielos y las ruinas de la segunda guerra mundial y del muro.

Esta mañana la capital está cubierta de grúas, espacios ergonómicos, no man\'s land (tierra de nadie), avenidas stalinianas, el vértigo de los rascacielos y las ruinas de la segunda guerra mundial y del muro. Los espacios se metamorfosean y nunca son definitivos.

“Ernst Kirchner –uno de los mejores pintores expresionistas de Alemania– se suicidó el 15 de junio de 1938 porque no les gustaba a los nazis”, escribió el periodista Martín Caparrós. La pintura de Kirchner y la estética del movimiento Brücke, parece inventar el decorado de los cabarés de la República del Weimar.

El Kit Kat Club, célebre cabaré berlinés de los ‘30, resistía a la presencia de los nazis. La estrella era la maravillosa Sally Bowles, en la piel de Liza Minnelli, en la película Cabaret, de Bob Fosse (1972). El club se ocupaba de distraer a los clientes, incluidos algunos nazis, con sus comedias musicales. El mundo exterior era una amenaza. Se recreaba el ambiente libertino al borde del Berlín pre-hitleriano. Aquí, el cabaré y el pulso de la historia se confundían. La comedia musical travestía la tragedia inminente, las noches eran crepusculares, encendían historias de amor que serían dramáticas.

Casi un siglo más tarde, a Come to the Cabaret..., que cantaba Liza Minnelli, la repite esta noche una alemana sublime. Tiene el pelo negro corto con flequillo cortado a media frente. En la entrada del Kit Kat Club, en la calle Köpenicker Strasse, el club remixa en clave actual, el célebre cabaré. Life is a cabaret, baby (la vida es un cabaré, nene), me dice y abre la puerta, espalda desnuda, escote interminable.

En 1994, Berlín se viste de gala. Abre sus puertas el flamante Kit Kat Club. La discoteca es una remake aggiornada, contemporánea del célebre antecedente. El club se convierte en poco tiempo en un lugar de culto, referencia en todo el mundo.

El sonido es comandado por los mejores DJ de la escena internacional. Berlín es oscura y libertina. Una libertad recuperada, la resurrección de les années folles.

Mujeres y hombres tienen los labios pintados, pelo engominado, pelucas, pestañas endurecidas, lentejuelas y zapatos brillantes. Las medias de lycra y los sombreros de felpa, en general, fueron reemplazadas por las cadenas y el látex. Pasó un siglo de extrema brutalidad.

Las paredes, hoy, no tienen telones de seda, ni en el bar hay pequeñas mesas redondas apretadas. Los muros están marcados, rasgados, con grafitis. El cemento está desnudo, posindustrial. Late el hierro. La estructura de metal y cemento define el tiempo. Pasó un siglo. Los cuerpos están tatuados. Las uñas son garras indefensas.

En esta discoteca, o cabaré bizarro, la ingenuidad bordea el cinismo, las almas y los cuerpos están servidos sobre la mesa. Hegel enterrado a pocos metros es ignorado: no hay prejuicios. Es un club como cualquier otro, salvo que aquí se puede hacer lo que en los demás clubes está prohibido. Es decir, no sólo los cuerpos quedan al desnudos sino que los fantasmas se sacan las máscaras.

Kit Kat Club es una metáfora deliciosa de Berlín: sincero, tolerante, respetuoso y lúdico. El pasado sangriento, el nazismo y el dolor del muro, esta noche, se expían en público. La entrada es democrática, con la sola condición de una vestimenta original y asumir el ridículo como un lenguaje de libertad y plenitud. Es una política de entrada estética, y ética.

Es un espacio de libertad sexual, abierta a todo público. La fórmula es clara: se diluyen los muros sociales, se celebra la tolerancia y el hedonismo. Las máximas autoridades políticas de Berlín celebran: “Este lugar garantiza la imagen liberal y cosmopolita de Berlín”.

Hay espacio para todos: discapacitados, obesos, profesores, tímidos, lindos, homosexuales, turistas, impotentes exhibicionistas, vendedores de helados, madres, confundidos, ninfómanas declaradas, freaks, empresarios, fetichistas, calvos, anarquistas, modelos, góticos, estudiantes y todos los demás. Se divierten en las pistas y en los sofás del Kit Kat Club. Hay plumas, látex y corset. Esta noche, el mundo es leve y crepuscular. No hay miedo.

El erotismo es sofisticado, de extrema humanidad, se celebra la ambigüedad sexual. Hay espacio para las caricias y la voluptuosidad. El Kit Kat Club se apropia de los años ‘20. Salvo que la música de varieté, la big bang en vivo con fila de bronces femeninas, es desplazada por el ritmo industrial. La conciencia histórica se traduce en la gravedad de las máquinas de los DJ.

Berlín es más que culpa y pasado, una ciudad sin filtros: salvaje, directa y sensual. En este templo del hedonismo berlinés bailan los descendientes de Schiller, Goethe, Brahms, Fassbinder y también de Hitler, en una comunión hipnótica.

Estos alemanes son los mismos que mañana por la tarde comerán salchichas en un Curry 36, el popular fast-food berlinés. Los mismos que disfrutan bajo el frío de los pequeños y básicos placeres de la vida de aquellos que no tenían ni comida ni techo. Jugarán a las bochas fumando marihuana o caminarán a lo largo del canal Paul Linke Ufe con un helado, devorarán el cucurucho, agradecerán. Hombres de barbas tupidas y pelos largos, mujeres que prefieren el cráneo rapado.

Los mismos que padecieron o alimentaron la guerra. El muro, en vez de matar, hacía sufrir. La decadencia del régimen de la RDA se convirtió en mayor represión y control. Los servicios de inteligencia eran devorados por la paranoia. La Stassi incriminaba y controlaba cualquier gesto individual. Nadie era inocente.

Pero la historia preparaba la sepultura de la cortina de hierro. En 1989, miles de personas ocuparon la Postdamer Platz para escuchar al grupo Pink Floyd interpretar The Wall, el muro había caído.

Hoy, Berlín es libre.