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Beijing, con ojo occidental

Por qué la capital china es una de las mejores opciones para descubrir la nueva potencia mundial y, a la vez, disfrutar de una cultura milenaria.

Lo primero que hay que tomar es la decisión: ¿Vale la pena un viaje de casi dos días para llegar a Beijing? ¿Por qué Beijing y no otras ciudades chinas más conocidas y con pasajes más directos, como Hong Kong o Shanghái?

Ambas respuestas son concluyentes: si hay dinero y tiempo –que serían los mismos que para los dos sitios mencionados–, no hay que dudarlo un segundo. Beijing es la elección.

Primero, porque Hong Kong o Shanghái ya casi no se distinguen de otras megaciudades repletas de rascacielos, cadenas internacionales de fast food y mercados de valores. O no tanto como la capital china, donde aún es posible que un occidental se sienta sorprendido por algo más que un edificio vidriado.

Ya resulta extraño llegar a un destino donde casi nadie habla inglés, donde no se sabe muy bien cómo pedir un taxi o cambiar moneda. Pero esa es, precisamente, parte de la fascinación que ejerce este lugar, dividido por una línea imaginaria en dos mundos: el que refleja la segunda potencia económica del planeta, con su impresionante desarrollo, y el que mantiene los rasgos milenarios que aún rigen los valores de la cultura china.

Beijing contiene todo. Se puede comprar en el mall más grande del planeta y pasear por un local de Apple más imponente que un estadio y, a los pocos minutos, caminar por pequeños callejones –llamados hutongs– donde los patios de las casas remontan a la época de la dinastía Ming y donde los ancianos chinos visten como hace siglos y andan en bicicleta por callecitas peatonales de empedrados ancestrales.

CLAVES. Beijing en seis claves: un desafío al ojo occidental.

Más que “noodles”

Caminar por Beijing es una experiencia para los sentidos, en varios niveles. Desde la Ciudad Prohibida hasta la Gran Muralla, pasando por la plaza Tiananmen o el típico mercado de Wanfujing –donde se pueden probar escorpiones fritos–, hay que preparar el cuerpo para filtrar cultura, arquitectura, costumbres y política, y procesarlas como una unidad si se quiere entender de qué va eso que hoy se llama China.

Hay un cúmulo de tips que explican esa sociedad y que conviene saber antes de ir, aunque lo que vale es aprenderlos en el lugar: comunicarse es difícil y tomar un taxi, una misión imposible si no se lleva escrito el destino en chino –algo en lo que suelen ayudar los empleados de hotel–, pero el metro que atraviesa toda la ciudad es una experiencia segura, tanto para movilizarse como para observar esas masas humanas fuera de nuestro rango que aparecen y desaparecen en un instante tras las puertas de cada vagón que pasa cada 180 segundos exactos.

Comer en un pequeño restaurante local es una aventura: hay que señalar las fotos, pedir con señas y rogar que el plato que llega no sea una gelatina viscosa –como alguna de las 50 variedades de tofu– con un huevo duro frío en el centro. Pasa, y hay que aguantársela. No importa, los precios en esos lugares –también en los hoteles– son mucho más bajos que en Argentina, y el viajero puede darse el lujo de pedir varios platos para probar, junto con la clásica cerveza Tsingtao. El único problema es que suele tomarse natural, y pedirla fría requiere el ejercicio de levantarse, mostrar una heladera y balbucear onomatopeyas hasta ser comprendido. Al menos no se sirve caliente, como el agua gratis que acompaña el servicio, en especial en invierno.

Claro que todo esto puede evitarse si se elige comer en un McDonald's o en un hotel de franquicias internacionales, algo poco recomendable si uno ya decidió imbuirse en la cultura china. También conviene alojarse en algún hotelito de los hutongs para disfrutar mejor estas vivencias.

Los contrastes son notables: en medio de esa economía de mercado que registra desde hace años un incremento monumental del consumo masivo –con millones de chinos que salieron de la pobreza, con boom inmobiliario y vehicular incluido–, pocos rastros se pueden encontrar del sistema comunista, al menos en las ciudades. Salvo uno, omnipresente: el Gobierno que lo controla todo. Desde los medios de comunicación hasta internet. No hay voces opositoras en las capas visibles de la sociedad y son pocos los chinos que se animan a hablar de política. Esto va a la par de un sistema cultural conservador, con estructuras y mandatos familiares muy definidos, con edades para casarse, y con la mujer varios pasos atrás en materia de derechos de género. Varios.

Beijing no es un destino convencional. Requiere planificación, paciencia y apertura mental para tratar de entender lo que está pasando en este gigante que vuelve a ser un imperio.

Y por eso es tan fascinante.