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Así es Rocinha, la favela más grande de América

Un tour a pie para conocer otra parte de Río de Janeiro.

"Bienvenidos a la Rocinha. Bienvenidos a mi casa”. Con esta frase, Carlos nos invita a visitar la favela más grande de Latinoamérica, donde habitan unas 100 mil personas (aunque podrían ser 70 mil o 160 mil, el equivalente a la población de Copacabana). La gigantesca comunidad, rodeada de dos de los vecindarios más lujosos de Río de Janeiro (Gavea y São Conrado), es un ícono mundial de las sociedades desiguales del continente.

Carlos (54) vive desde siempre en la Rocinha y es guía turístico desde hace 26 años. Habla cinco idiomas que –cuenta– aprendió solo, sin recursos ni posibilidades de acceso a una universidad.

El guía se alegra de que una familia argentina realice el tour a pie por la favela, que intenta mostrar la vida real de los marginados y echar por tierra los prejuicios y la estigmatización de la pobreza.

“Algunos realizan la excursión en auto, sin poner un pie en el terreno. Esto es otra cosa”, asegura Carlos. Se refiere a que no haremos “turismo de la  miseria”, como aquellos que recorren el inmenso territorio empobrecido en un jeep con vidrios blindados, como si fuera un safari humano.

Carlos nos muestra un mapa donde se alcanza a ver la gigantesca dimensión de Rocinha (143 hectáreas), que goza de una de las mejores vistas de la ciudad. “Esto también es Río”, apunta. Y advierte: “Van a conocer dos países en un solo viaje”.

Según explica, lo primero que hay que saber es que, desde hace una década, las favelas comenzaron a convertirse en “comunidades” y a usar ese término para desterrar aquel que las identifica como un espacio marginal y violento.

Años de olvido

En 2008, pocos años antes de los eventos deportivos internacionales que pondrían a Río en las pantallas del mundo, el Gobierno brasileño inició un “proceso de pacificación”, que, entre otras cosas, implicó la militarización de un territorio acosado por la violencia y el narcotráfico. Fue un intento del Estado por reconquistar ese espacio olvidado por décadas y que, en sus fundamentos teóricos, pretendía reforzar la seguridad pública de la mano de un cambio social y cultural.

Sin embargo, Carlos cree que aquello fue pura demagogia. “Pintaron las casas de colores y construyeron un arco de ingreso que costó millones de reales, pero a la gente no le mejoraron en nada la vida”, opina.

Hoy los habitantes de Rocinha tiene agua y luz, marañas de cables de alta tensión y aguas servidas. Cuatro bancos, más de 30 mil negocios, una escuela, una iglesia, un predio deportivo y miles de casas que cuelgan en el morro empinado y que se hunden en laberintos donde casi no entra el sol.

Así, Rocinha aparece ante el visitante como un barrio lleno de contradicciones, donde los automovilistas ceden el paso al peatón mientras se confunden con las motos delivery de sustancias ilegales y las inscripciones en las paredes que recuerdan las muertes violentas.

La favela nació de a poco, hace unos 90 años, con migrantes campesinos que fueron ocupando las laderas de la montaña y, luego, con la llegada de nuevos pobres urbanos que construían sus propias casas y las calles y le dieron una identidad al vecindario.

Mientras los marginados buscaban un lugar, y sin intervención de los gobiernos, las bandas criminales y de narcotraficantes se fortalecieron hasta convertirse en un poder paralelo al Estado.

Carlos prefiere hablar poco del tema; elige hablar de educación y de progreso, aunque admite que la droga circula en cantidades difíciles de precisar.

En las bocas de fumo (puntos de venta de cocaína y otras drogas) se consigue de todo, tanto para los habitantes como para quienes viven en São Conrado o en Barra de Tijuca. “En Copacabana, Ipanema y Leblón se ve más droga que acá”, asegura el guía.

A todo ritmo

El tour arranca en la calle principal, un lugar con mucho ruido, negocios, policía militar, grafitis y cables que cuelgan y se enrollan en enormes nudos. La vida transcurre a un ritmo vertiginoso y muy distinto al que dejamos pocas cuadras atrás.

Rocinha es una enorme ciudad con miles de excluidos, donde algunos ganan apenas tres reales al día. La mayoría de las familias viven de trabajos informales; son vendedores ambulantes en las playas o empleados no registrados en bares.

Lejos de la imagen impuesta por el cine o la fotografía, en las calles se respira energía. Los moradores de Rocinha creen que el estereotipo que creó la película Ciudad de Dios les hizo mucho daño, por eso les agrada que los turistas se interesen en su mundo complejo y diverso.

Carlos nos invita a salir de las arterias principales para descender el morro por pasillos estrechos, oscuros y, en ocasiones, malolientes. Allí, todo cambia.

En los pasadizos no entran más de dos personas a la vez y por momentos se convierten en una especie de túneles con viviendas de ventanas diminutas empotradas en las paredes, que permiten imaginar la cotidianeidad de sus pobladores.

Hacia arriba se observan las casas de colores, una encima de la otra. Las construcciones alcanzan los tres o cuatro pisos sobre pilotes de madera, hierro o cemento.

Mientras caminamos por esos corredores de escaleras pequeñas y casi siempre mojadas, aparece la escuela. El guía asegura que la educación es pobre, que el analfabetismo es alto y que los niños pasan por “promoción automática”: sin conocimientos básicos.

“Así, nunca vamos a salir adelante. Sin educación la gente no se hace preguntas: ni por qué vive como vive ni cómo puede salir de aquí”, piensa.

Un laberinto

Dos hombres sentados en un pasillo observan nuestros pasos. “¡Maradona!”, nos gritan, mientras esperan un gesto cómplice. Más allá, una mujer nos cede el paso y tres niños juegan a las escondidas, mientras en una vivienda un grupo de hombres se disputa un espacio frente al televisor, que transmite el campeonato carioca de fútbol sub 20.

Afuera suena ritmo de samba y, en los muros, los grafitis hablan: en varias esquinas se observan dos angelitos de la mano (¿niños víctimas de muertes violentas?), un corazón sangrante con una corona de espinas o leyendas que dicen “Help Rocinha”.

Casi al final del recorrido, Carlos se detiene en la iglesia con el morro imponente de fondo y, al costado, un impresionante mural interpretando “La última cena de los pobres”, con un líder negro de rodillas cerca de una pelota de fútbol, que abraza a los desposeídos que casi no pueden sonreír.

En medio de la capilla, el guía habla de los pobres y la pobreza, de los ricos y sus riquezas, de los índices de alfabetización, del salario mínimo y de las oportunidades que se les escapan de las manos a quienes habitan las favelas. Luego, agradece la visita.

“Espero que haya sido una experiencia social”, subraya, antes de indicar el camino de regreso hacia el otro país, el de las postales, que nos espera a la vuelta de la esquina.