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Una aventura a caballo por Pampa de Olaen

Desde La Falda hay distintas cabalgatas por las sierras cordobesas. Las de media jornada llegan hasta el río y regresan al punto de partida bajo las estrellas.

El cielo está despejado y en el aire hay una tranquilidad propia de las sierras; el ritmo es lento y augura un buen comienzo de año. La Falda nos recibe con una sonrisa y muchos colores que prometen un día especial. Sólo cuatro kilómetros nos separan del puesto La Quinceana y son suficientes para dejar la ciudad serrana atrás y llegar al campo, donde todo es aún más verde y calmo.

Seba, con su barba de sabio y su boina de gaucho, nos espera con otra sonrisa. Mientras nos acomodamos y vamos dejando atrás lo innecesario, el sol va bajando de a poco, haciendo las sombras más largas y la tarde, templada.

DATOS ÚTILES. Información útil para descubrir la Pampa de Olaen.

Los caballos pastan con una personalidad muy particular: siempre nobles, íntegros y admirables. Los “jinetes” cruzamos miradas cómplices y Seba nos asigna un compañero que nos llevará de paseo. Sam, Pampa, Yavuca, Piquín, Bagual, Muñeca, Tornado, Chabuca, Mia, Nube y Mugroso son los caballos elegidos para la travesía. África, Berta y Copo, perros de oficio, también nos acompañan.

Esta multitud de amigos y colores sale a paso lento por una tranquera que se abre a una Pampa de Olaén tan hermosa como inmensa.

La pampa, inabarcable

Estas tierras, originalmente habitadas por aborígenes de la cultura Ayampitín y luego por comechingones y sanavirones, hoy pertenecen a la Fundación San Roque, tras su donación en el año 1763. El hospital, a su vez, arrienda fragmentos de la misma con el objetivo de mantener y dar servicio en sus instalaciones.

Esta enorme porción de tierra, compuesta por aproximadamente 32.000 hectáreas, también cuenta con una gran cantidad de cursos de agua que abastecen a la ciudad de Córdoba.

Los cultivos de papas se suceden y los pastizales se repiten hasta el horizonte, que deja adivinar la silueta de las Altas Cumbres.

A nuestro paso se escuchan los ruidos propios del campo, mientras los perros corren una liebre que casi nadie vio pero que pasó. Cruzamos otra tranquera y algunos gauchos vienen en sus caballos para darle movimiento a una pintura de Molina Campos adornada con sonidos de pájaros y algunos insectos.

Salimos del camino para entrar en el monte mientras Valen, la hija de Seba –que también usa boina–, nos guía valle abajo. Desde lo alto se ve el Puesto Viejo y el río que lo bordea. Al llegar, otras cuantas sonrisas nos reciben. Son las de Paula y su familia, propietarios del lugar que funciona como parador y al que también se puede acceder en auto.

Desmontamos los caballos, que deciden pastar otra vez. El río está calmo y relajante, justo para nadar en sus ollas. Las piedras ancestrales que eran utilizadas por los aborígenes invitan a descansar y preparar el mate que todos esperan.

El sol finalmente continúa su rumbo a iluminar otros lugares del mundo, dando lugar a una noche cálida y estrellada. Nuestros amigos equinos conocen el camino de regreso a la perfección: es el mismo, pero tan diferente a la vez. Las estrellas que parpadean en el cielo se confunden con los cientos de luciérnagas que vuelan sobre los sembradíos.

Al llegar, los caballos descansan y pastan una vez más. Copo empezó la travesía siendo un perro limpio y blanco pero ahora es mitad barro, algo propio de los días especiales, de aventuras y sonrisas.