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Recorré tres estancias jesuíticas en un día

Desde hace 18 años, las estancias construidas por los jesuitas son Patrimonio de la Humanidad. Recorrerlas es un viaje al pasado con sorpresas e innovaciones.

El centro de la ciudad de Córdoba es el punto nodal de la huella jesuítica que habita la provincia. Con la manzana ubicada entre las calles Vélez Sarsfield, Caseros, Obispo Trejo y Duarte Quirós (que cobija al Colegio Nacional de Monserrat, la Iglesia de la Compañía de Jesús y la antigua sede de la Universidad Nacional de Córdoba), el legado de las misiones religiosas provenientes de Europa se hace palpable en una de las áreas centrales de la ciudad.

Sin embargo, basta apenas un puñado de kilómetros para profundizar la travesía en el tiempo y admirar el nivel de desarrollo científico-tecnológico de la congregación, que permaneció en el Virreinato del Perú hasta 1767.

Las llamadas “estancias jesuíticas”, también reconocidas como Patrimonio de la Humanidad, están ahí para ser descubiertas. De las seis originales, sólo cinco quedan en pie. Hacia el sur, en pleno centro de la ciudad que le da nombre, se encuentra la de Alta Gracia. Hacia el oeste, La Candelaria. Y hacia el norte, las tres restantes: Jesús María, Caroya y Santa Catalina, que pueden visitarse en la misma jornada.

DATOS ÚTILES. Información útil para conocer algunas estancias de Córdoba.

 
 
 
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Una publicación compartida de VoyDeViajeOK (@voydeviajeok) el15 Ago, 2017 a las 1:59 PDT

Ruta hacia el norte

A 44 kilómetros de la capital provincial, y en el límite oeste de la localidad de Colonia Caroya, está el primero de los asentamientos jesuitas. La Estancia Caroya es, de hecho, el antecedente del pueblo que se formaría a partir de la llegada de inmigrantes friulianos en el siglo XIX.

Pero más de 200 años antes, la orden de la Compañía de Jesús inició su desembarco en el interior de Córdoba con la construcción de un establecimiento rural destinado a abastecer económicamente las actividades educativas que se desarrollaban en la Capital.

Con más de 400 años de historia sobre sus paredes, la casona se destaca por su patio central y distingue rasgos arquitectónicos propios de los siglos XVII, XVIII y XIX. En 1661, fue adquirida por Ignacio Duarte y Quirós, quien luego la donaría al Colegio Nacional de Monserrat para ser utilizada como residencia de verano por sus estudiantes.

Ya en pleno siglo XIX, y con la Guerra de la Independencia como telón de fondo, la propiedad fue reconvertida en fábrica de armas blancas y posta del ejército, aprovechando las innovaciones desarrolladas por los jesuitas. Con la ola migratoria de fines de ese mismo siglo, la casona encontraría una nueva razón de ser como albergue para los futuros colonos.

Actualmente, rastros de todas esas épocas pueden verse en muebles y objetos conservados en el Museo de la Estancia Jesuítica de Caroya.

Pasado con aroma a futuro 

Más allá del marcado perfil religioso que atraviesa a las diferentes estancias, a medida que avanza el recorrido ganan protagonismo otros aspectos relacionados con la vida cotidiana de otros tiempos y, sobre todo, los avances en materia técnica promovidos por la orden.

En el caso de la estancia de Jesús María, lo que más llama la atención son las condiciones para el desarrollo de la producción vitivinícola. Pero eso no es todo. Ubicada sobre la traza del antiguo Camino Real, la propiedad es la sede del Museo Jesuítico Nacional y presenta una colección permanente de objetos vinculados con la congregación. Se preservan, también, diversos elementos de la vida cotidiana, como una cocina con fogón, un fregadero y baños. A su vez, la exhibición Otros dioses, la misma Tierra muestra las creencias religiosas de los primeros habitantes de la zona hasta la llegada de los españoles.

Y si el parque que rodea a la estancia Jesús María (que cumplió 400 años este 15 de enero de 2018) sorprende por el lago artificial cavado a mano o por la presencia de algarrobos típicos y hasta un nogal plantado por Domingo Faustino Sarmiento, lo mejor todavía está por venir.

Retomando la ruta E-66 y desviando hacia la derecha luego de cruzar el río Ascochinga, unos 20 kilómetros nos separan de Santa Catalina, la más grande e imponente de las estancias jesuíticas y la única que permanece en manos privadas.

Lo que impacta de inmediato es el tamaño y la delicadeza de su iglesia, que tardó casi 100 años en completarse desde que los primeros sacerdotes llegaron hasta allí en 1622. La importancia de esta obra arquitectónica de tradición centroeuropea y estilo barroco colonial da cuenta del valor que tuvo la propiedad para los propios jesuitas en los siglos XVII y XVIII, cuando se destacó como centro agropecuario con miles de cabezas de ganado.

Además, dos molinos y una obra de ingeniería hidráulica capaz de traer agua desde Ongamira confirman el avanzado sistema productivo de la congregación, que contó con la inhumana asistencia de esclavos e indígenas, también residentes en esta y las otras estancias.

A más de cuatro siglos de haber iniciado su camino por tierras cordobesas, los jesuitas siguen presentes en la historia oficial y, fundamentalmente, en el emblemático legado que puede descubrirse en sus diferentes asentamientos. Recorrerlos es, también, la posibilidad de viajar al pasado para encontrarse con parte de las raíces de la Córdoba del siglo 21, que sigue su rumbo en medio de la puja permanente entre tradición e innovación.