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Peregrinos en la chacarera

PEREGRINOS. Viajeros de San Jorge, provincia de Santa Fe, en el patio de Jorge Cervetto (Foto gentileza Sebastián Spurio).
PEREGRINOS. Viajeros de San Jorge, provincia de Santa Fe, en el patio de Jorge Cervetto (Foto gentileza Sebastián Spurio).

Miles de viajeros festejan en La Banda, Santiago del Estero, el cumpleaños de la abuela más famosa del norte: María Luisa Carabajal. La mujer dejó de existir en 1993 pero su espíritu perdura en cada celebración. 

Un cardenal da vueltas endiablado en la casa de Jorge Cervetto. Como si hubiera visto el Almamula, ese espíritu de mujer que aparece pegando alaridos en noches de luna llena. El pajarito de cresta colorada sacude sus alas como si se desprendiera del día.

No es su canto el que predomina en el patio. Sino las voces de 25 personas que con guitarra y bombo han invadido esta vivienda de barrio Los Lagos, en la ciudad de La Banda, Santiago del Estero. La excusa es la fiesta de cumpleaños de María Luisa Carabajal, que l fin de semana largo de agosto recibe a viajeros de todo el país.

Gustavo Fernández lleva 14 horas cantando sin parar. La misma postura, la misma camisa roja a cuadros. El joven moreno oriundo de Frías apoya su cancionero en la mesa redonda de piedra. Corre el mate, los criollos y las hojas de coca para acomodar las letras y así cantar otra chacarera. Cierra sus ojos, como si evocara los recuerdos más recónditos de su memoria.

Lunita alúmbrame con tus destellos/ Y ayúdame a encontrar sus ojos más bellos/ Lunita alúmbrame que sueño con ellos.

En esta casa ya no cabe un alfiler. Hay siete carpas en el patio y otras dos en el garaje. En una soga cuelgan las toallas húmedas de la noche anterior. Como es habitual en agosto, Jorge “El Gato” Cervetto abre sus puertas para que lleguen los peregrinos de la chacarera que celebran el cumpleaños más famoso del norte.

La mujer nació un 15 de agosto en Clodomira. Tuvo 12 hijos e infinidad de nietos, entre los que se destaca una legión de célebres cantautores. Al cumplir los 50, la familia organizó un festejo en su casa que no distaba mucho de todos los cumpleaños que se hacen en Santiago. En el patio de tierra se extendió un tablón de madera con empanadas y vino. Música hasta el amanecer. El lugar fue quedando chico y entonces se hizo necesario cortar la calle. Hoy convoca a miles de personas.

La antigua casa de María Luisa se ha convertido en museo. Cualquier despistado que entre preguntando por ella recibirá la misma respuesta. Se le dirá que la mujer ha dejado de existir el 10 de agosto de 1993. Si por las dudas el forastero insiste: “¿Entonces es ella la del cumpleaños?”, gentilmente se le contestará: “Sí claro. Festejamos igual”.

Es que aquí en Santiago la muerte no significa fin. Así como el nacimiento no es el único principio. Al entender eso, el viajero no se sorprenderá cuando le cuenten que hay personas que dejan atrás sus antiguas vidas.

Según la creencia popular, hay quienes se internan en el monte con sus instrumentos. Cavan un pozo y le dedican una canción a la Salamanca, que no es otra que el mismísimo diablo. Hasta el día de hoy esas melodías se escuchan salir del monte, por más que hayan sido cantadas muchos años atrás.

El sol de agosto acaricia la piel. Alguien avisa que don Roque Rueda, un amigo de la familia, festeja su cumpleaños número 58. Hacia allá partimos todos. En la calle multitudes recorren las peñas. No importa si la temperatura es de 40 grados a la sombra. Las reglas de la galantería obligan a usar poncho y boina de lana.

Con el auto cruzamos el Puente Carretero, esa estructura de hierro anaranjado que divide La Banda de Santiago. Y 12 kilómetros más tarde llegamos a lo de Roque Rueda.

Si algo define un buen cumpleaños santiagueño es el fuego que está siempre encendido. Basta que uno de los invitados sienta el despertar del hambre para que el anfitrión saque su facón, se acerque al asador y corte un trozo de pollo o lechón. Las chacareras suenan, esta vez a través de un amplificador. Las mujeres entregan alfajores de maicena.

Rubén, hijo del cumpleañero, se excusa por la falta de espacio. “Mi abuela tenía un lote grande, con dos algarrobos, dos mistoles y una tusca. A sus 83 años la veías hachando en el monte con sus cabras y ovejitas”. Me doy cuenta de que aquí las abuelas son pilares fundamentales de las familias norteñas.

Con la naturalidad de quien se lava los dientes por la mañana, Roque dice que su casa es nuestra casa. Y así partimos rumbo a la última parada del día: el patio del Indio Froilán, la peña gigante que este lutier de bombos armó a pocos kilómetros de la capital. Vuelve a sonar la chacarera que escuché cuando llegué a La Banda.

Apenitas los vi ardió en mi pecho/ La llama del amor que estaba durmiendo/ Lo despertó el fulgor de unos ojos negros.

En el escenario, los músicos lamentan sus penas con el violín. Con una mano lo acarician. Con la otra lo castigan. En la pista, pañuelos desafían la ley de gravedad. Parejas se enamoran.

Y hasta el día de hoy, cuando la rutina gana en ley su batalla, vuelvo a escuchar esa canción. Los recuerdos invaden con su eco. Se resisten a dejarme ir, como las ánimas se resisten a abandonar el monte.