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Paisajes de cuento en Jujuy

De Purmamarca a Humahuaca, un paseo por paisajes encantadores y poblados para conectarse con los orígenes.

Sierras, montañas y cerros multicolores. Simpleza y pureza. Un valle andino de 155 kilómetros de extensión, cavado por el río Grande. Los paisajes de cuento comienzan a unos 40 kilómetros de San Salvador de Jujuy, justamente donde asoma la Quebrada de Humahuaca. Si bien es cierto que Purmamarca y Tilcara son las visitas obligadas por estos lares, bien vale subir un poco más en el mapa para conocer también Humahuaca.

Primera parada

No hay colectivo, auto o mochilero que no se detenga antes de entrar al pueblo de Purmamarca y ponga su mejor cara para quedar inmortalizado con el Cerro de los Siete Colores. No es para menos: se trata de una de las postales más conocidas e icónicas del norte de nuestro de país.

Más adelante, ya en el corazón pueblerino, los puesteros siguen rodeando la plaza y el viejo algarrobo que cobijó al general Manuel Belgrano y a su tropa en tiempos de la campaña por la Independencia, por suerte, permanece estoico junto a la Iglesia de Santa Rosa de Lima, que reluce su fachada como la más acabada expresión de la arquitectura colonial, una reliquia en pie desde 1778.

DATOS ÚTILES. Información útil para visitar Jujuy.

En plena siesta jujeña, el sol araña el piso de tierra y los ajenos avanzan por las callecitas con un ritmo cansino que parece emular los pasos cortos de los vecinos. Afuera del poblado, las franjas minerales ondulan sobre la montaña en una puesta en escena natural que no deja más remedio que usar la cámara desde los miradores para llevarse un recorte panorámico de esos que ganan los mejores elogios.

El “Pueblo de tierra virgen” (en lengua aimara) es una invitación a tener los ojos bien abiertos y los sentidos en alerta para absorber todo lo que se pueda.

Siguiente escala

Un poco más adelante, a unos 25 kilómetros, está Tilcara, que para los locales es el pueblo “cosmopolita” de la región. A falta de una, tiene dos plazas, una capilla con cúpulas puntiagudas, restaurantes, peñas y una fiesta popular que se las trae: el enero tilcareño. La música vive día y noche como el sonido del agua del Huasamayo.

Con fuerte impronta colonial, las arterias centrales muestran enormes baldosas hexagonales y fachadas tradicionales con faroles de hierro negro que se encienden cuando cae la tarde; entonces el clima es aún más acogedor para quien pasa por aquí.

Un paseo ineludible es el famoso Pucará, la mejor conservada de una serie de fortalezas indígenas de la época preincaica, y otros museos a cielo abierto para desandar el camino de quienes pisaron estos suelos hace miles de años. A nivel aventura, un circuito recomendable es la Garganta del Diablo. Dos horas de caminata por senderos semi marcados que se internan entre los cerros buscando como destino final una cascada de 14 metros y su olla perfecta, premio para quienes llegan cansados y quieren refrescarse.

Un dato llamativo es que, pese a su tamaño, Tilcara tiene cinco museos: el Arqueológico es el más interesante y uno de los más importantes de todo el norte.

Último destino

Siguiendo el orden, Humahuaca, a poco más de 40 kilómetros al norte, es la última parada. El ABC de las visitas conduce a la iglesia de la Candelaria y a prestar atención a los cuadros de la escuela cusqueña. Enfrente, a escasos pasos, se encuentra el Cabildo, que guarda un secreto a voces: a las 12 en punto del mediodía una imagen articulada en tamaño natural de San Francisco Solano sale del reloj para bendecir a los presentes. Luego, lo ideal es llegarse a la plaza central, desde donde parten unas escaleras que conducen al monumento a la Independencia, construido en 1950.

A la tardecita, a la hora del mate, hay que comprar al paso unas tortillas rellenas de jamón y queso para acompañar la planificación mental de un posible regreso a principios de la cuaresma.

En esa fecha se desarrolla uno de los carnavales más importantes del país, una manifestación popular milenaria introducida por la conquista española y fusionada con rituales autóctonos destinados a celebrar la fecundidad de la tierra. Con máscaras y al compás de anatas, erquenchos y sicuris, les dan aún más color a las callecitas estrechas y adoquinadas.