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Opciones para El Calafate por fuera del Perito Moreno

La consigna es clara: conocer qué tiene este lugar para ofrecernos además de su “vedette”, el Glaciar Perito Moreno. Dicen que hay que empezar desde abajo. Nosotros empezamos por arriba.

Muy cerca de la ciudad abordamos el camión doble tracción que nos llevará hasta los 1050 metros sobre el nivel del mar. En el vehículo se habla argentino, portugués, francés y español. El guía abre la tranquera de la “pequeña” estancia Huyliche (de 14 mil hectáreas) y nuestras caras nos delatan. Pensamos en nuestros terrenitos de 12x24 o en departamentos de cuarenta metros cuadrados. Enseguida nos aclara: “La única forma de tentar a la gente para que dejara las comodidades de las ciudades y poblara la Patagonia era con tierras. Se entregaban 10 mil hectáreas con la condición de que se quedaran al menos 10 años. Parecen parcelas enormes; lo son y no tanto. No olvidemos que, debido a la aridez, para alimentar a un cordero se necesitan 3 hectáreas y para cada vaca o caballo, 5”.

“Anoche nevó”, dijo nuestro conductor antes de detenerse a poner cadenas en las ruedas. El camino empinado por momentos se torna resbaladizo y desacomoda a más de un distraído. Corre la folletería con flora y fauna de la zona. Un conejo a la derecha, un zorro gris a la izquierda. A poco de andar todos somos expertos.

A medida que avanzamos, encontramos enormes rocas que parecen desubicadas dentro del paisaje. Son bloques erráticos arrastrados por el hielo. Al retirarse los glaciares, quedaron abandonadas por todas partes. Las hay diseminadas por todo el planeta.

DATOS. Información útil de El Calafate.

Primera parada

Sobre los anunciados 1050 metros llegamos al balcón natural prometido por el título. La impresionante vista lo acapara todo: la ciudad, el cuerpo principal del lago Argentino con sus aguas del color del jade y, cuando el clima ayuda, el Fitz Roy y el Cerro Torre en El Chaltén. Los grandes angulares de las cámaras apenas logran captar este gran espacio en su magnitud. Los cuatro idiomas presentes, juntos, no contienen adjetivos suficientes. Hace algo de frío, pero las corridas en busca del mejor ángulo calientan el cuerpo.

Nos adentramos en la tristemente célebre estancia La Anita (de 70 mil hectáreas), aquella de los fusilamientos de la Patagonia Rebelde en la década de 1920. El viento se empecina en alejar las imágenes y palabras que rondan mi cabeza y se ensaña con los cabellos de una turista francesa.

1.100 hectáreas de La Anita alojan el Calafate Mountain Park, un parque de nieve con tres pistas para la práctica de snowboard y esquí nivel verde (en pendiente suave). Es un lugar ideal para aprender a deslizarse, con motos de nieve y raquetas en invierno; y cuadriciclos y bicicletas de montaña en verano.

Laberintos y sombreros

La segunda parada es en el Laberinto de las Piedras. De inconfundible aspecto lunar, está compuesto por formaciones que datan de 85 millones de años, esculpidas por el viento y el agua. Iniciamos una corta caminata por los angostos pasajes. “Definitivamente estamos en otro planeta”, pienso, hasta que el chillido de una brasileña al resbalar me devuelve a la tierra.

En un parador comemos sándwiches calientes. Los míos, sin queso (como siempre). Comenzamos el descenso por la ladera norte del cerro hasta llegar a la Piedra de los Sombreros, extrañísimas concreciones de hierro que, después de millones de años y procesos naturales varios, terminaron con forma de sombrero mejicano.

Otra vez a bordo del camión, deseamos bajar lo antes posible. Por la gran pendiente, la parte de atrás del vehículo siempre amenaza con ganarle a la de adelante. Son 35 kilómetros y tres horas entre maravillas que a la naturaleza le llevó millones de años esculpir. Hay un silencio absoluto. Solo la planicie nos devuelve los idiomas.