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Esteros del Iberá, al natural

En un mundo semiacuático donde es difícil distinguir entre lo que flota y lo que no, una enorme diversidad de animales y vegetales dan vida a uno de los humedales de agua dulce más importantes del planeta.

Nadie entra o sale en silencio de Colonia Carlos Pellegrini, en Corrientes. El viejo puente de madera ofrece un resonante "clap, clap, clap" en todo su recorrido. Lo vamos a escuchar los días siguientes, aún desde los canales más alejados del Iberá.

El agua que brilla de noche

Darío, nuestro guía, ajusta uno a uno los salvavidas y nos ofrece linternas para lo que es la salida nocturna a los esteros del Iberá -palabra guaraní que significa "aguas brillantes" -. La lancha avanza y el agua refleja una infinidad de estrellas más brillantes que las nuestras. De pronto el motor se apaga y se silencia completamente se apodera del entorno. La linterna de Darío hace brillar los ojos de un negro que permanece inmóvil mientras que la embarcación pasa muy cerca. Otros ojos brillan: hijo de una pareja de chajás que milagrosamente guardan silencio mientras que el yacaré agita su cola y desaparece.

Con el motor en marcha, los canales hasta llegar a la costa que se abre a medida que la lancha avanza. Esta vez, la linterna apunta pero no distingue nada entre la vegetación flotante. "Miren bien", aconseja Darío y, como si estuvieran amaestradas, las pequeñas crías de yacaré comienzan a moverse para que las encuentren.

La naturaleza se muestra

Martín, guía de día y bandoneonista de noche, conducen por la mañana hasta el sendero Carayá para observar a los monos carayá o aulladores. El camino es un recorrido didáctico con carteles que identifican las otras especies vegetales y animales que habitan la zona. "Todos los árboles de la selva deben morir algún día para permitir la continuidad del ciclo de la vida", dice el cartel al pie de un giganteco lapacho caído. Por momentos, la vegetación es tan tupida que el día se hace noche y, arriba, en las copas altas de los árboles, los potentes, olvidados del caray, dominante, erizan la piel.

Devueltos a la luz y con protector solar, iniciamos el recorrido costero de la laguna Iberá. Larguísimas pasarelas en el quieto paisaje que ofrece un reto visual permanente: la cabeza de un carpincho -el roedor más grande del mundo- emerge en lo que parecía un prado verde que ahora se agita a su paso y, más allá, una garza mora desafía la gravedad posándose en el agua sin hundirse. La maraña de plantas semisumergidas y el polvo que el viento acarrean islotes llamados embalsados, donde algunas de las especies más representativas de los esteros se han adaptado a vivir. 

Mantengase a flote

Los paseos diurnos en lancha circulan por los arroyos Miriñay y Corrientes. Las tranquilas aguas ofrecen un circuito relajante y la vista no se encuentra obstáculo más allá de la vegetación baja que flota. Numerosos canales invitan a recorrerlos, pero queda la sensación de que es fácil perderse en este mundo de referencias cambiantes.

Para completar el avistaje, un ciervo de los pantanos se alimenta sumergido en los pastizales de los embalsamados, una mamá carpincho se aleja con sus cachorros y, en la superficie, garzas y un gran número de aves de corral. Los chajás denunciaron nuestra presencia con su clásico grito, un hocó colorado desenvuelve su largo cuello y atrapa una anguila y, al pasar por debajo del viejo puente rumbo al Miriñay, un grupo de niños se zambulle entre risas a pesar de que está prohibido. Las columnas de alta tensión son el refugio nocturno para cientos de biguás que se encuentran para dormir. Es impagable el regreso, con el sol de frente que desaparece en el horizonte y todo el rojo, y el rocío de agua que moja la cara en cada curva.

Fauna autóctona y más

A 12 kilómetros de Carlos Pellegrini, el paisaje cambia en el estero de Camba Trapo. Si bien el agua sigue reinando, las palmeras caranday ocupan ahora los terrenos inundados. El camino sobreelevado está obstruido por un arreo y el ganado parece desubicado entre tanta fauna salvaje. Una caminata nos permite observar la vida natural de la zona, que ahora incluye las vacas y los caballos de las grandes estancias que allí se encuentran.    

Por la mañana iniciamos el retorno a casa, con el alma y las tarjetas de memoria llenas. La idea es poder fotografiar, en el camino rumbo a Mercedes, al yetapá de collar, ave símbolo del Iberá que habita en los pastizales al costado de la ruta. Sería cartón lleno. Para salir, recorremos el viejo puente, y sus “clap, clap, clap” me suenan como aplausos.