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El pueblo que cuelga de la montaña en Salta

En las entrañas de esa provincia reluce la simpleza de Iruya, un poblado de casitas de adobe y cultura ancestral. Una invitación a aquietar el ritmo entre cerros de colores.

Cuatro mil metros de altura. El plano corto nos sitúa en Abra del Cóndor, punto límite entre Jujuy y Salta. Hacia adelante, el plano largo deja ver un camino zigzagueante que conduce a un pequeño pueblo que atesora la pureza que lo vio nacer.

Allá vamos. El descenso, casi desolado –apenas acompañado de cabras y llamas que ofician de espectadoras detrás de pircas eternas–, ilustra la antesala paisajística de Iruya. Un valle que se abre hasta nunca acabar es parte de la aventura, ripiosa y con cornisas, de llegar a destino, entre extrañas e increíbles tonalidades incluso para quienes conocen otros sitios de montaña.

MÁS DATOS. Información útil para una escapada a Iruya.

A sólo 70 kilómetros de Humahuaca (53 son de ripio), el poblado de fuertes raíces collas cuelga de la montaña como una escalera que conduce a las puertas del cielo.

La imagen de ensueño desaparece al ver, por fin, el pequeño campanario de techo celeste de la iglesia de San Roque y Nuestra Señora del Rosario y, justo debajo, el nombre del destino escrito en la piedra. A partir de allí todo es peatonal y el paso se ralentiza. Con casitas de adobe, piedra y paja que van ascendiendo, salen fotos perfectas de apenas un pedacito del encanto del Noroeste argentino, y la primera posta hacia una Salta profunda, de caseríos pequeños y cultura ancestral.

Por estos lados la identidad no es un detalle mínimo, por el contrario. No sólo está presente en diversas expresiones culturales sino también, y más sutilmente, en las silenciosas callecitas adoquinadas, en el ritmo de las conversaciones y hasta en las noches estrelladas.

Llegar hasta aquí es más que una atracción de uno o dos días. Es un encuentro con el hombre, sus costumbres y su tierra. Es poner en ojo la inflexión de un punto tan distinto que delante de su iglesia no tiene una plaza, sino un muro de contención que originariamente servía de Guardia Suiza frente a las subidas furiosas del río.

De mínima

Vivenciar Iruya implica, como mínimo, caminar por sus calles angostitas y empinadas, de hasta 40 grados, y sentir el carácter del sol y el viento cuando el paseo rumbea hasta el mirador, ubicado en lo alto del pueblo y custodiado por una cruz. Desde allí, la visual es perfecta para apreciar la otra parte del pueblo, que está al otro lado del río, y una porción de la geografía desnuda. El entramado de valles y quebradas que moran en los entretelones montañosos demuestra el capricho de la naturaleza por brindar una panorámica soberbia. Una invitación a aquietar el ritmo y mirarlo todo.

Si bien es cierto que por estos lados no existen los lujos, dentro del trazado de estilo colonial del poblado se entremezclan acuarelas encantadoras dispuestas a pagar cualquier deuda en infraestructura y servicios. La tarea difícil fue y sigue siendo procesar el movimiento turístico. Entre los viajeros que llegan en busca del paraíso perdido, reinan los mochileros. A ellos, Iruya les devuelve un experiencia distinta, llena de simpleza, con lugareños apacibles que deambulan siguiendo su rutina sin ánimo de ser perturbados, mientras que en lo alto algunos cóndores despliegan sus alas como custodios de las buenas costumbres.

En la postal completa siempre se visualizan niños correteando y otros pateando una pelota en el playón de la escuela o la plaza. Más allá, en los alrededores, los cerros abren gargantas de colores en una sinfonía mineral. Verdes, grises, amarillos, rosados y marrones afinan dentro de la misma orquesta con una imperturbable melodía de paz.