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El bar de siempre

Hay un bar de Palermo que me encanta. Su nombre es Varela Varelita. 

Hablar del bar me obliga, primero, a pensar en Palermo. Basta pasear un rato por cualquiera de sus calles y mirar alrededor. Todo es brillo y espejismo sobre un fondo gris. Sería impreciso afirmar que me gusta. Puedo decir que me atrae como ejercicio contemplativo.

Palermo es el barrio más extenso de la ciudad de Buenos Aires y el que concentra la mayor cantidad de gente. Colmena de famosos, emprendedores y psicólogos. También hay mucho bartender, personal trainner, coach ontológico, coiffeur, galerista, chef. Se suelen ver legiones de perros acicalados cuyo precio de venta ronda un salario mínimo. Pero no es necesario hablar de poder adquisitivo, porque residir en Palermo es fundamentalmente una toma de posición, una forma singular de ver la realidad, tanto para quienes asumen la misión de respetar y perpetuar las tradiciones del barrio, como para los adalides de la innovación y el mercadeo.

Aquí brota lo vintage, lo glam, lo kitsch. Si bien el espectro es amplio, proliferan seres "lookeados" de tal manera que podrían pasar desapercibidos en la Quinta Avenida de Nueva York, exhibiendo una actitud entre frágil y arrogante, comandantes de un ejército de peluches que vienen de conquistar vastos imperios de cristal. Y en esta biósfera, entre hipsters, yuppies y barbies, está Varela Varelita para reconfigurar el escenario. Es un triunfo contra el predominio de lo aparente, un piquete en plena fábrica de paisajes de la capital de las ilusiones.

Estamos en la esquina de Scalabrini Ortiz y Paraguay. Aunque a simple vista no es más que un típico cafetín de mitad del siglo pasado, fotocopia de cualquier otra esquina porteña, en este bar se percibe algo cautivante que vibra en el terreno de lo inexplicable. Por suerte existe la magia, o al menos todavía queda gente ingenua como yo a la que no se la puede convencer de lo contrario.

Varela Varelita tiene dos ingresos. Yo siempre entro por Paraguay y salgo por Scalabrini. Juego a que se rompe el equilibrio cósmico si no lo hago. Los ventanales guillotina son pantallas de un cine de autor que dejan perplejos a los transeúntes. Dentro del bar somos actores de alguna película de Jarmusch. A veces nos toca hacer de viejos hastiados de camisa cuadrillé y jogging gastado, ajedrecistas aficionados, jóvenes lectores de novelas negras, amantes desaforados, especialistas en fútbol y timba, narradores de anécdotas extraordinarias, románticos irremediables o simples extras a media jornada, acostumbrados al fuera de foco de la rutina.

Para donde se mire hay cuadros coloridos de Rasdolsky que retratan diversas escenas del lugar. En sus muros también encontramos varios afiches de películas argentinas y fotos de la Patagonia. Dos televisores noventosos sintonizan algún canal de deportes o un programa cachivachero de aire. Al fondo descansa un teléfono público de pared. En las mesas pueden verse vasos con toda clase de aperitivos, sifones de vidrio, servilleteros y tostados en platos de aluminio. Aquellos que aseguran que en Buenos Aires no hay buenos lomitos deberían probar los de Varela Varelita. Ni hablar del café: una exquisitez.

Varela Varelita es un epicentro de artistas de toda laya y disciplina que traen sus cuadernos y lápices para dibujar, escribir y componer canciones. Es de esos cafés para gente que quiere pasar un momento consigo misma o que debe hacerlo porque no tiene otra alternativa. Por eso hay personas solas en la mayoría de las mesas. Ahora, por ejemplo, un tipo mira un punto indefinido de su cerveza desde hace media hora. Una mujer contempla el ocaso que inunda la ventana. Alguien lee un libro de Lacan; otro está atento a la conversación que tiene el bachero con un señor sentado a la barra. Es muy difícil que el monólogo interno se ponga peludo porque nada amenaza destruir el manto de comodidad y pertenencia que flota sobre los presentes.

No puedo dejar de hablar de Javier, el mozo estrella que trabaja por la tarde. Tiene la costumbre de hacer girar los platos, los vasos y las botellas como un torbellino microscópico que desata en todas las mesas. El efecto es asombroso. Además, él mismo se encarga de dibujar figuras con espuma de leche en los cortados. Ya tiene más de una docena de motivos, y se dice que cada uno corresponde a la lectura inmediata del estado anímico de los clientes. Hoy me tocó una carita de felicidad exaltada. Acertó.

Termino esta nota con la sensación de no haber podido precisar, tal como lo imaginaba, cuál es la magia que tiene este lugar. Pero si se trata de magia, no es mala señal que las palabras se tornen estériles. ¿Cuánto se pierde al dejar escapar la experiencia pura del misterio mientras intentamos explicar el porqué de la arquitectura de una flor, el perfume de la tierra mojada, la ceremonia de ir al bar de siempre a beber de a sorbitos la propia vida?