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Cuando los sikus vienen marchando

Los siete colores del cerro compiten con el entorno, en una paleta de pintor.
Los siete colores del cerro compiten con el entorno, en una paleta de pintor.

Las Bandas de Sikuris son agrupaciones de hombres, mayores y niños, que con sus instrumentos de percusión y los sikus marchan hacia el Abra de Punta Corral, a 4.700 metros de altura, a buscar a la Virgen de Copacabana.

El primer día en Tilcara termina de la mejor manera posible: una degustación de platos regionales, en el restaurante La Papa Verde. Un desfile sensorial de papas andinas, mote pelado, queso de cabra, maíz, carne de llama, quinoa, albahaca y un sinfín de ingredientes, desconocidos la mayoría para quienes vivimos en las grandes ciudades, que se convierten en platos inimaginables de la mano de Eduardo Escobar y Juancho, el maestro de la cocina.

Vaya, acomódese en una mesa y deje una silla libre. Allí se sentará “Edu”, el personaje, déjelo hablar, escuche atentamente y disfrute. Es para grabarlo y volver a escucharlo.

Ritmo de marcha

Al día siguiente, desde la hora del desayuno, se escuchan tambores, redoblantes, platillos y sikus. La curiosidad mueve al visitante a lanzarse a la calle a descubrir que es ese “ruido”.

Y allá vienen, por la calle Belgrano, marchando en dos columnas paralelas a lo ancho de la calle. Son las Bandas de Sikuris, agrupaciones de hombres, mayores y niños, que con sus instrumentos de percusión y los sikus, sus pancartas identificatorias y sus equipos de campamento (mochilas, carpas y bolsas de dormir) marchan hacia el Abra de Punta Corral, a 4.700 metros de altura, a buscar a la Virgen de Copacabana, a la que traerán en procesión, marchando como subieron, a la iglesia de Tilcara el miércoles anterior al Jueves Santo.

Dicen que allá arriba, en el abra, se juntan 20.000 fieles y llegan de 80 a 85 bandas de sikuris, cifras que en la vecina Tumbaya aseguran que es mayor. Porque acá también hay una “interna” y resulta que hay dos vírgenes cuyos orígenes derivan de apariciones milagrosas y posteriores divisiones familiares y, en consecuencia, dos procesiones. Pero luego, durante el mes que las imágenes permanecen abajo, en algún momento las juntan.

Estas bandas de sikuris, de carácter identitario, reconocen su origen en 1930, cuando se formó la primera y cuentan que en 2002 se armó la “más grande del mundo”, con 2.300 miembros.

Esto también tiene que ver con el sincretismo religioso del lugar, ya que a las costumbres y ritos, si se quiere paganos, de los pobladores originarios de la zona, se suma la liturgia de la iglesia católica. Entonces, homenajear a la Pachamama, al Sol y a la Luna, no impide adorar a una virgen, un santo o un Dios traídos por los españoles.

Los colores del cerro

El viaje continúa rumbo a Purmamarca, bello pueblo humahuaqueño que, si no contara con su principal atractivo, el cerro de los Siete Colores, igual sería digno de una visita.

Pero, las imágenes del cerro ganan por goleada y la foto obligada es esa maravillosa conjunción de colores, en degradé, que algún gigante pintor plasmó en la falda de un cerro.

La explicación científica de la morfología geológica del cerro es materia de varias bibliotecas y lo único que logra es quitarle magia a la imagen. Por eso, cuando el guía comienza a desgranar esos valiosos conocimientos, lo mejor es seguir sacándole fotos a los siete colores y al entorno.

Hay dos vistas imperdibles del cerro: una, desde un mirador natural en la ruta, y el otro desde la plaza de Purmamarca, donde además hay una feria artesanal que atrapa a los compradores, compulsivos o no.

Allí mismo, en Purmamarca, hay un paseo que se asemeja a una excursión por Marte, si uno se deja llevar por aquello del “planeta rojo”. Es el Paseo de los Colorados, un serpenteante camino de unos tres kilómetros, que corre entre montañas de un notable y fuerte color terracota, de ahí su nombre.

Al finalizar el circuito, vale la pena una visita a las cabañas boutique Los Colorados. Una increíble arquitectura recostada y absolutamente mimetizada con el fondo de los cerros colorados que le prestan el nombre.

La sal de la vida

La gira continúa rumbo a las Salinas Grandes, por la Cuesta de Lipán, tramo de la ruta nacional 52 que asciende desde los 2.100 metros hasta su altura máxima, en el Abra de Potrerillos, a 4.170 metros, por un serpenteante camino asfaltado que, visto desde el mirador, impresiona al más valiente de los viajeros.

Las Salinas Grandes son un enorme lago de sal de 83 kilómetros de largo por 15 kilómetros de ancho, donde aún se explota la extracción de sal como actividad productiva, además de la incuestionable atracción turística que conlleva.

Sacarse la consabida foto con el reflejo de su propia imagen en la superficie o jugar a ver quién saca la foto más original, forman parte de la visita. También se pueden adquirir artesanías del lugar, hechas en sal. ¿De qué otro material podrían ser?

Los lugareños le dan gran importancia a esas salinas, ya que desde los tiempos en que por allí reinaban los aborígenes originarios o los incas y aún después, con la llegada de los españoles, la sal era moneda de cambio para las antiguas transacciones comerciales, más emparentadas con el trueque.

Precisamente, de la sal proviene el salario, por el latín salarium, que significa “pago en sal”. Desde épocas del imperio romano, la sal fue importante para la vida humana y aún hoy, en el norte argentino. Entre otros usos, se utiliza para hacer el charqui, carne deshidratada cubierta con sal para conservarla.