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Cuaderno de viaje: hijos y secretos de una madre

Santiago del Estero es un cajón gigante que guarda un saber ancestral y que defiende a capa y espada su lugar en el mundo.

Si se encuentra la belleza en la simpleza, puede ser doblemente gratificante.

En el monte santiagueño, entre el bravo entrevero de mistoles, algarrobos, cactus, quebrachos, salinas y escasas arterias de agua donde abrevan tortugas y se escabullen tímidas lampalaguas, florecen almas forjadas en la cuna y querencia de artesanos.

La tierra de teleras y lutieres, que busca abrirse camino turístico, es ante todo madre: Madre de Ciudades. La más antigua del país. Una mujer dulce, que ofrece una cultura cálida, de cobijo.

Antes de llegar a Loreto, viajando desde Córdoba, encontré en el diálogo con Rosa Espinillo, una telera, cómo todavía algunos lugareños honran naturalmente la arcana tradición de la hospitalidad hacia un forastero.

Entre caseríos y ranchos dispersos de belleza dolorosa (por la falta de servicios esenciales como el agua) nunca faltan cosas buenas para compartir: un arrope, una tortilla o una chacarera que levante la polvareda. Por aquí, la vida no es tan sencilla como parece. El reparo escasea y nada alcanza para amenguar el frío invernal impiadoso o el abrazo fuerte del sol veraniego. Sin embargo no se escuchan quejas y tampoco se tejen mantas tristes. “Son el color de lugar”, dice Rosa, una mujer cuya propia vida evoca cuatro palos clavados en la tierra seca, donde se diseñan cosas únicas que nacieron de herencias de abuelas y sueños de niñas que robaban hilos y fabricaban telares de juguete.

Espíritu humilde, otrora tierra de frontera, donde se termina el alambrado y comienzan los vinales. Santiago es un cajón gigante guardador de un saber ancestral que defiende, a capa y espada, en los pasos cansinos de la siesta, su lugar en el mundo.

“Aquí nacimos y aquí nos quedamos, porque del monte sacamos todo lo que necesitamos para trabajar”, sostiene Rosa sin titubear y con un rostro firme que no comulga con su verdadera edad.

Ella es una de las tantas teleras que lucen sus trabajos tendidos al costado de la ruta, uno al lado del otro, como quien cuelga la ropa en el patio de la casa.

La ruta, que sigue acompañada de un ríspido paisaje, siempre puede desembocar en algún punto recóndito de secretos y creaciones, porque, como dijo don Sixto Palavecino, por estos lados hay “una facilidad, una acentuación para hacer y crear” y, aunque Dios es el creador, “nosotros copiamos las maravillas que él derrama por allí”.

Así, cerquita, en Atamisqui, preguntando a la vieja usanza se encuentra la casa de Elpidio Herrera, el músico creador de la “sachaguitarra”. Sin la necesidad de acordar una entrevista previa, sus manos se aprestan a tocar la maravilla natural autóctona que conjuga sonidos de violín, guitarra, violoncelo o sikus.

Elpidio asegura que su idea original era preservar los sonidos del monte, “como el sonido de un gajo que se cruza con otro, ese crujir de ramas”. Por eso, teniendo como antecedente la guitarra de palo, cortó transversalmente un porongo que pasó a oficiar de caja de resonancia. Y, ahora, el invento es “sólo para buenos músicos”. “No se vende por dinero, sólo se consigue con el talento”, suele bromear.

Capital adentro hay mucho más, pero el latido legüero no deja pasar por alto a “el Indio”. Se trata de Friolán González, sus bombos que pasearon por el mundo y su patio que días atrás acaba de cumplir dos décadas de encuentros.

“Compartir cosas lindas y ver la alegría de la gente reconforta la vida”, me dijo “el Indio” la primera vez que charlamos, reivindicando la tradición de los patios familiares santiagueños, donde “todo el que llega es recibido como un hermano”.

Cada domingo, al mismo tiempo que los vecinos y algunos turistas se acomodan por ahí, él sigue con lo suyo, el armado artesanal, una tarea que es como criar a un hijo: “Al bombo, como a un nene, hay que cuidarlo todos los días y acompañarlo para que mejore”, explica.

Con 66 años en el lomo y más de cinco décadas en el oficio, el lutier, como buen provinciano, conserva el recuerdo ardiente del origen de todo, por casualidad. “Aquel día que nos encontramos ese tronco de ceibo flotando en el río Dulce, para mí fue como encontrar un pedazo de pan”, desliza.

De Santiago del Estero uno se va pero siempre regresa, aunque sea con el recuerdo fresco de las memorias. “No tiene riendas, pero ata”, sostienen por allí. Y así es, como cualquier madre que les cuenta los secretos de la vida a sus hijos para que ellos tracen su propio camino a conciencia del ya surcado, respetando las tradiciones y la naturaleza.