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Cuaderno de viaje: Hablemos de teléfonos

Este es el último texto que escribo en el teléfono que me acompañó en la mayoría de mis viajes profesionales. 

Tiene más o menos el mismo tamaño que las cajas de acuarelas que Charles Darwin o José de San Martín llevaban en sus travesías y las libretas de los cronistas anteriores a los grabadores y a las cámaras. Será reemplazado por uno con mejor autonomía, capacidad de almacenamiento y otras prestaciones que no aprenderé a usar.

No sé con precisión cuántos kilómetros hemos recorrido durante estos dos años, pero un cálculo rápido arroja una cifra cercana al medio millón. Tengo sobre mi escritorio la caja original. Dice que pesa bastante más que un estuche de acuarelas o una libreta más un lápiz. Ciento cincuenta y dos gramos en la mano durante medio millón de kilómetros. Parece más pesado hoy pero así trampea la consciencia cuando se le da por las sumas o las restas. Está bastante bien salvo por la fatiga y un par de magulladuras.

Cambio de teléfono por las mismas razones que cambiaría de caballo. Podría viajar conmigo hasta el millón de kilómetros o más si el reemplazo de la batería no resultara tan costoso. El aparato anterior a éste me dejó de a pie frente a una puesta de sol entre la Puerta de Brandemburgo y la Columna de la Victoria en Berlín. Me enojé con aquel acumulador agotado, pero después se lo agradecí. Eso sucedió hace dos años y todavía busco las palabras exactas para describir ese momento.

Me gustaría viajar con una libreta o una caja de acuarelas. Tenía buena caligrafía antes de los teclados y las pantallas táctiles. He perdido el pulso, mi astigmatismo ha empeorado, apenas puedo dibujar monigotes para mis hijas y un paisaje me saldría demasiado impresionista para una crónica. Cuando no viajo por trabajo intento dejar atrás el aparato. Me sorprendo cuando descubro que mi mano no lo soltó. Una mano se acostumbra fácil a 152 gramos.

Una vez, un colega me contó que los perros del metro de Moscú trabajan en equipo para robar comida a los pasajeros. Me dijo, entre otras cosas, que, mientras uno o dos asustan al portador de un sándwich, un tercero se lo quita de la mano o lo recoge del suelo. No le creí. Pasaron varios años y un grupo de estudiosos del comportamiento animal se tomó el trabajo de filmar a los perros del metro de Moscú. No sólo roban toda la comida que pueden, sino que la comparten con las hembras preñadas que esperan en las estaciones de las afueras, lejos de la perrera.

Los perros conocen los horarios de los trenes que entran y salen de la ciudad y siempre eligen el primer vagón o el último para evitar a los guardias. En lo que va del año, la cantidad de imágenes fijas publicadas sólo en Instagram supera los 10.500 millones. Llamamos historias a las postales. Una y fracción de cada tres imágenes en todas las redes sociales son autorretratos. Una aplicación recolecta selfies y las agrupa según el retratado pose su índice en la aguja de la torre Eiffel, sostenga la de Pisa o esté congelado en el aire de las Salinas.

Una noche de verano de 1937, el señor Francis Scott Fitzgerald se envió a su habitación una postal desde el bar del Garden of Allah Hotel de Hollywood: “Querido Scott: he venido con intención de verte. Me hospedo aquí. Tuyo”. Esa noche, el autor de El Gran Gatsby brindó con su sombra y se emborrachó consigo mismo.

Durante mi corta experiencia docente tuve un alumno ciego de nacimiento. Uno de los trabajos prácticos que pedí al resto de la clase fue que tratara de describir el color azul a alguien que jamás lo había visto. Escribo el final de esta columna desde mi teléfono cero kilómetro. Ya deshabilité su capacidad de registro de coordenadas de los lugares visitados y todas las aplicaciones que no usaré. Pienso por qué todavía lo llamamos teléfono. Usted que puede, trate de olvidar el aparato en casa la próxima vez.