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Cuaderno de viaje: Casi porteño

Se me ocurrió poner en práctica un juego que consiste en desplazarse por la metrópolis anulando toda planificación o escrúpulo.

Si pienso en las cosas que me gustan de Buenos Aires, acostumbro ponderar la multiplicidad de opciones culturales, la imponencia de sus parques y edificios, la agitada vida nocturna. Lo cierto es que todas esas razones terminan siendo excepciones de las que uno disfruta cuando no está agobiado por los rigores de la rutina o inhibido por la fugacidad del salario.

Hace más de cuatro años que vivo en Buenos Aires. Aprendí que esta ciudad puede ser fascinante en los momentos en que logro un equilibrio entre el apremio de las exigencias cotidianas y la contemplación atenta y receptiva de lo que sucede a mi alrededor. Sé que es difícil alcanzar eso. Para facilitar la tarea se me ocurrió poner en práctica un juego, una especie de timba itinerante que consiste en desplazarse por la metrópolis anulando toda planificación o escrúpulo, abrirse al recorrido sin propósito.

Este cadáver exquisito urbano funciona en ciudades extensas, donde rige el principio de incertidumbre geográfica. O sea que uno queda descalificado si conoce de antemano el lugar por el que está paseando.

Empecemos. Hoy salí del trabajo, caminé por las calles de Monserrat y llegué a la Plaza de Mayo. Un tropel de oficinistas abarrotaba las bocas de los subterráneos. Bordeé los pañuelos blancos pintados en el suelo y me quedé observando la Pirámide de Mayo que ostentaba un grafiti apurado y en letra flaca que decía: "¿Dónde está Santi?". Los últimos rayos de sol me abrigaban el cuello. Vi una paloma a la que le faltaba una pata, una pareja dark besándose contra un árbol, un linyera joven recostado en un banco con la misma pose que La maja desnuda. Crucé la avenida y tuve el impulso de parar un bondi al azar. Me subí a un 64 con la intención de llegar hasta el final del recorrido.

Me bajé en la Estación de ferrocarril Belgrano C, frente a la plaza Barrancas de Belgrano. Recorrí ese enorme espacio verde a través de caminos sinuosos que escalan la hondonada como tentáculos de piedra. Descubrí una versión petisa de la Estatua de la Libertad y una glorieta donde seis chicas adolescentes ensayaban la coreografía de una canción de Michael Jackson.

Atravesé las vías y me interné en el Barrio Chino. De los puestos de comida ascendía una poderosa fragancia a fritura que anegaba todas las narices del lugar. Había buñuelos de cerdo, de langostino, de pollo, de calamar, de verdura; de todo aquello susceptible de convertirse en buñuelo. Entré en algunas de esas tiendas de chucherías que, por su heterogeneidad comercial, confieren a sus fachadas un efecto policromático al mejor estilo Klimt, y en las que todo lo exhibido convive con un criterio misterioso: muñecos de Pikachu, llaves pico de loro, témperas, armas de artes marciales japonesas, productos cosméticos. Yo compré monedas del I Ching, una “calco” del yin y el yang y un infusor metálico de té con cadenita.

Tomé un colectivo que me dejó en Balvanera. Sobre Yrigoyen encontré una llave rota en el piso. Ahora la conservo como suvenir. Anduve por la zona del Congreso entre los cartoneros con sus carros y los laburantes que bebían cerveza en las veredas. Después de sentarme durante largos minutos en un banco de la Plaza del Congreso, me mandé por la boca del subte A. Subí al penúltimo vagón, junto a una señora que decoraba el ambiente con un suave olor a Heno de Pravia. Desde otro vagón llegaba la melodía de un tango de Discépolo ejecutado con un violín. Una mujer se presentó a los gritos como creadora de rimas y ofreció una prueba de su destreza. Me miró entre un montón de gente y preguntó mi nombre. En casos similares suelo improvisar un seudónimo. En esta ocasión dije, sin dudar: “Roque”. Ella se concentró un momento y empezó: “Roque, no me provoques si no quieres que te toque…”.

Bajé en San Pedrito, la última estación. La humedad de la noche cubría las calles con una lámina opaca de estaño. Pasé frente a la Basílica de San José de Flores, lugar donde Bergoglio hizo las inferiores, si se me permite la analogía. Me sentí interpelado por las luces rojas de una pizzería Kentucky. Entré y pedí la promo 1: dos porciones de “muzza”, fainá y chopp. Comí de pie en la barra, con la mirada perdida, relojeando cada tanto hacia un costado como perro malo. En mi cabeza se apagaban los escombros del bullicio diurno y todo parecía cobrar un sentido secreto, una correlación absurda pero tangible.

Sospecho que todo este relato es mi modo de explicar que, aunque lleve vida de porteño y tenga laburo y gente querida, sigo siendo un turista de esta ciudad. Disfruto de perderme deliberadamente, ser invisible, saber que nada me pertenece y a nada pertenezco. En definitiva, puedo decir que Buenos Aires me invita a poner en marcha la arquitectura de una rara ilusión sin forma ni nombre, pero que se parece bastante a la libertad.