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Con rumbo a Santa Catalina

Santa Catalina, la iglesia, un cactus florecido, la techumbre de viviendas y la extensa Puna.
Santa Catalina, la iglesia, un cactus florecido, la techumbre de viviendas y la extensa Puna.

Tal cual nos avisaron a 7 de la mañana el personal de la cabina telefónica se presentó a trabajar. Tras los saludos y un urgente desmantelamiento de carpas y bicicletas, comenzamos la segunda jornada de pedaleo con una temperatura de cuatro grados.

Tal cual nos avisaron a 7 de la mañana el personal de la cabina telefónica se presentó a trabajar. Tras los saludos y un urgente desmantelamiento de carpas y bicicletas, comenzamos la segunda jornada de pedaleo con una temperatura de cuatro grados. Nos dirigimos a Santa Catalina distante unos 30 kilómetros.

La pureza del aire y el aroma de las hierbas animaban el viaje donde se sucedían los tapiales de adobe de un metro de alto que separan los campos y el ganado, algunos con trabas decorativas que la erosión de la lluvia y del tiempo termina convirtiendo en una pila de tierra.

La ruta en ese tramo es un terraplén sobreelevado y en los laterales pequeños manchones de agua, donde bandadas de gansos blancos y negros rompían el silencio con sus graznidos.

Esparcidos en el espacio puneño se encuentran las viviendas campesinas. Dos o tres habitaciones, en torno a un patio donde un solitario árbol brinda sombra. En general, en ellas viven familias numerosas donde cada miembro desarrolla una función.

Continuamos la marcha mientras veíamos manadas de vicuñas en libertad, grupos de cinco a seis hembras en torno a un macho. Atravesamos el caserío Puesto Grande y 17 kilómetros más adelante tuvimos que enfrentar la Cuesta Carayoc que trepa hasta los 3.850 metros.

Santa Catalina apenas deja ver sus techos y de repente aparecen la torre de la iglesia; un esbelto cactus con copete de flores rojas; el río Santa Catalina que abraza la localidad, y la Puna sin límite.

El pueblo estaba de fiesta. Banderines de colores y pasacalles anunciaban las “Jornadas veraniegas de Sol y Luna”.

El Hostal Don Clemente fue nuestro alojamiento y ya ubicados salimos a recorrer el pueblo viejo o casco fundacional que data del siglo XVIII. Calles empedradas y hermosas construcciones de adobe dejan el protagonismo a la capilla Santa Catalina de Alejandría.

Se trata de un pueblo muy ordenado y limpio. Con una plaza, un cementerio tapiado con muros decorativos y muchas canchas de fútbol de medidas reglamentarias.

No hay señal para teléfonos móviles y la altura exige moverse a ritmo lento. El origen del pueblo fue la explotación aurífera, tanto de incas como de españoles, que extrajeron cuarzo aurífero y pepitas de oro del río. En la actualidad se pueden visitar los yacimientos Eureka y Torno en las cercanías del poblado.

En nuestro peregrinar encontramos a doña Pola que caminaba por la calle, nos saludó y dijo: “estoy esperando la muerte pero no viene, tengo 91 años, y salgo a caminar para que se me vayan los dolores de huesos”.

En el almacén de don Alfredo, conseguimos la carne de llama para el guiso que nos ayudó a reponer fuerzas y seguir el itinerario, en adelante hacia el sur.

Tercer día 

A la noche se desató un importante temporal que hizo crecer los ríos y anegó el camino a Cieneguillas. Y obligó a cambiar el recorrido hacia Yoscaba a través de Oratorio.

Fuimos en busca de la ruta 40 en un cruce de la Sierra San José con hermosas vistas de la planicie de altura donde está la laguna Pozuelos, cerrada hacia el este por la Sierra Cochinoca.

En el recorrido atravesamos los caseríos de Yoscaba, antiguo asentamiento prehispánico, donde hoy sobresale una blanca iglesia. En la calle principal perduran viejas casonas de adobe, muchas ya sin techo. En la actualidad en el lugar viven de manera permanente sólo cinco habitantes.

La ruta mostraba el daño producido por las lluvias, cortes profundos de la calzada, vados superados por el agua de las quebradas que bajaban a la laguna, arroyos desbordados y banquinas inundadas. Se requería mucha pericia para superarlos en bicicleta.

En Rodeo Chico, la única familia del lugar estaba dedicada a marcar ovejas y llamas con un corte en la oreja y la colocación de pompones de lana del color que identifica a la familia.

Por sobre los corrales del tapial de adobe, sobresalían los largos cogotes de las llamas.

Llegamos a Lagunillas, poblado recostado en la ladera de un cerro. Se trata de puñado de casas con puertas azules y una iglesia y luego en el paraje Ciénaga Grande, se cruzan las rutas que conducen a Pirquitas y Rinconada, al oeste; Abra Pampa, al este, y la ruta provincial 71, al sur.

A medida que avanzábamos notábamos que el paisaje se modificaba. Aparecieron arroyos y ríos como Cincel, el principal afluente de la laguna donde habitan flamencos, gansos, patos, chorlitos, gallaretas, suris y vicuñas.

Ya en el Monumento Natural Laguna de Pozuelos nos recibió el guarda fauna quien advirtió que sólo se podía ingresar a pie por el mal estado del camino. Tampoco pudimos acampar. La experiencia dejó al desnudo la precariedad en la que trabajan los encargados de las reservas.

Un alerta meteorológico por tormentas eléctricas y lluvias obligó a un nuevo cambio de planes y nos encolumnamos hacia la localidad de Abra Pampa, la “Siberia argentina”, punto final de la travesía que permitió un contacto directo con la naturaleza y con los pobladores de la región.